domingo, 1 de febrero de 2009

CUENTOS

DIARIOS

DIARIO DE JAIME ANDRES

DOMINGO. ABRIL 17. 3. PM

Acabo de despertar y lo primero que vi fueron sus senos de jamón y sus nalgas de durazno. Sigo ebrio todavía. Puedo ver como se mueven las letras mientras trato de escribir lo que estoy viendo en el espejo de mi memoria.

Ahí estoy, recogiéndola en el carro de mi papá porque no tengo carro propio. Yo pito dos veces, ella se asoma por la ventana y me lanza una sonrisa. Yo empiezo a excitarme y debo poner un CD de Jamiroquai para afanar la espera. Entonces ella sale, ángel entre nubes, no me mira mientras se acerca lentamente, midiendo cada paso para que yo no pierda detalle de cómo esta vestida. En realidad no me interesa lo que se haya puesto si al fin y al cabo le sirve de segunda piel. La piel que cambiará cuando salgamos de la fiesta, como una serpiente bailando al sonido de mi flauta.

Abro la puerta, se sube, me besa de esa manera entre agresiva y sutil que me desarma. Luego me mira con mis labios todavía entre sus labios y solo hasta ese momento yo recuerdo que la quiero. Se lo dije a Julián así, con todas las letras, borracho preso de un cigarrillo cuando nos fuimos al baño a meternos unos pases, pero él como si no hubiera dicho nada. Que yo no soy de una sola mujer, que lo mío es de todas, que no lo decepcionara a estas alturas, que ya estábamos muy viejos y curtidos como para creer en el amor, y se cagó de la risa. El amor, y se seguía riendo agachado en el lavamanos con media línea en la cabeza. Pero que va, nunca se lo voy a decir en la cara, tal vez Julián tiene razón y esto no sea más que uno de tantos momentos de adicción sexual. Nadie está exento. Claro que anoche, luego que nos escapamos al garaje y nos metimos en el carro del papá de Julián, yo no quiera ser otra persona distinta a ese hombre al que ella se ofrecía y abrazaba, yo no podía pensar en otra cosa que en su placer que era al mismo tiempo mi placer. Hasta se me vino a la cabeza ese verso de Jotamario Arbeláez, “y te haré con amor el amor”, entonces me dio risa porque estábamos borrachos en el carro, y el señor de viaje, amándonos tratando que ninguno de los dos se diera cuenta.

Dejamos una mancha negra en la que alguien se sentaría algún día. ¿Tal vez Julián? Ahora solo necesito una soda, una aspirina y seguir durmiendo.


DIARIO DE MARCELA

DOMINGO. ABRIL 17. 11 AM

¿Por qué se tuvo que fijar en mí? De las mil y una mujeres de esta ciudad el muy… se ha tenido que fijar en mi. Es que me pone a pensar cuando se acerca, me dice cosas al oído sin que Jaime Andrés se dé cuenta; o lo de anoche en su fiesta de cumpleaños. Es un maldito seductor perverso.

Yo lo quería besar, no puedo negarlo. Es como si leyera lo que estoy pensando, siempre que me mira y dice algo ese algo tiene que ver con lo que pienso cuando lo miro. No le importa Jaime Andrés y está seguro de que yo jamás voy a delatarlo. Sabe que me gusta, que en el fondo me gusta más de lo que cree. Y yo no tengo fuerzas para decirle que no me bese, que no me toque cuando me besa, que no se acerque más. Es un cretino, un maldito cretino. Pero no quiero perder por un cretino al único hombre que he amado en la vida. ¿Cómo decirle a Jaime Andrés que su mejor amigo está tratando de levantarse a su novia? No sé si me creería. A veces siento que tiene más peso la palabra de Julián, maldito imbécil, sobre la mía. No tiene caso, esto no va para ningún lado, no tiene que ir a ningún lado. ¿Qué hacer?

Cuando Jaime llegó en el carro y nosotros estábamos en el balcón, justo en ese momento cuando me decía que nadie tenía que enterarse, que era algo entre los dos, y yo con la mente en blanco mirándolo, volvieron las mariposas en el estómago de solo pensar que Jaime Andrés se diera cuenta. Algo que se parecía a la excitación se apodero de mí, entonces salí corriendo a buscar a Jaime que acababa de llegar y no se merecía tanta mierda: su novia filtreando con su mejor amigo. Lo abracé en cuanto lo vi, lo besé desesperadamente, solo se me ocurrió entregarle todo lo que le pertenece desde antes, lo que le pertenece desde siempre.

Abrí la puerta del garaje. Que Julián se mordiera los pelos cuando viera que lo habíamos hecho en el carro de su papito. Pero al final… al final todo había sido inútil. Julián se salió con la suya. Lo digo porque yo estaba con Jaime Andrés pero no estaba. Tuve los ojos cerrados no por placer sino por miedo. Nunca supe quien era el que se movía encima mío. O no supe quien quería que fuera. Ya no se qué paso pero no fue como antes. No fue como antes porque…si, es verdad, todo el tiempo estuvo Julián detrás de mis ojos cerrados.

Todo el tiempo.


DIARIO DE JAIME ANDRES

LUNES. ABRIL 18. 11:30 PM

Hoy llegué tarde a clase. Julián me dijo que necesitaba hablar conmigo, así que salimos antes que se terminara. Es increíble que se hubieran dado cuenta que fuimos nosotros. Julián no estaba bravo, el bacán, antes estaba preocupado por lo que pudiera pensar marcela. Yo admito que estaba demasiado ebrio pero recuerdo bien que le puse el seguro a la puerta que da al garaje. Julián dice que las vio con sus propios ojos pero que va, no le creo, es para joder no más. A lo sumo se pegaron a la puerta y escucharon algo, pero ¿cómo si las puertas del carro estaban bien cerradas?

¿Fotos? ¿Fotos haciendo el amor con marcela? No, es que por donde se le mire, era imposible que alguien se percatara que nosotros estábamos ahí. En el momento más prendido de la fiesta, cuando nadie se ocupaba de nadie, nosotros nos ausentamos. Además, ya lo estábamos desde que salimos al balcón a hablar porque adentro era imposible. Recuerdo incluso que en ese momento vino Julián y me pidió el favor de que llevara a mariana a su casa. Marcela no dijo nada. Se quedó ahí, en el balcón con Julián. Yo volví enseguida y ella estaba todavía en el balcón, seguramente aburrida porque no lo soporta. Estoy seguro de que nadie se dio cuenta… y Julián es cómplice.

No pude contarle nada hoy cuando la vi. Estaba hermosamente metida en un Jean descaderado y una blusa verde. Lo demás era el sonido de su voz que parecía un coro de ángeles entre nubes. Ángel entre nubes. Marcela entre nubes. Y yo despierto con clase de seis pensando en ella…


DIARIO DE MARCELA

LUNES. ABRIL 18. 8 PM

Estaba con Jaime Andrés en la cafetería. Yo no quería acercarme porque estoy sintiendo algo extraño cuando lo veo. No es nada serio, un gusanito en el estómago que seguramente dejará de molestar cuando le haga saber que primero lo primero. Pero se queda mirándome con la risita esa de triunfo que me pone a temblar la mano con ganas de una cachetada o que Jaime Andrés le plante un par de golpes. Luego Viene un beso en la mejilla y, por ahí, susurrado, me dice que está encantado conmigo, el encantador de serpientes. ¿Se puede ser más descarado? Lo peor de todo es que aprovecha que Jaime Andrés se va un momento a hablar con su director de tesis y enseguida me dice que tenemos que hablar, que no ha dejado de pensar en mi desde la fiesta, que necesitamos aclarar las cosas. Me dan ganas de vomitar, lo juro, pero hay algo en eso que no termina de gustarme. No debería… Jaime Andrés… Jaime Andrés llegó a tiempo para salvarme de sus garras.


DIARIO DE JAIME ANDRES

MIERCOLES. ABRIL 22. 2 AM

No sé donde putas puse los cigarrillos. Será quedarme sin fumar este insomnio de mierda. A lo mejor mi mamá los encontró y como siempre se los dio a mi papá para que se los fume.

Marcela no contesta el celular. No sé que le está pasando últimamente. Desde la fiesta está muy rara y la verdad no entiendo porqué. Ese día fue perfecto, sencillamente perfecto.

Julián dice que no me preocupe, que las mujeres son así cuando están en sus días. Pero ella no está en sus días y me dan ganas de romperle la cara a alguien que no sea ella. Para colmo no puedo dormir y estoy sin cigarrillos. ¿Podría ser peor esta noche?

Está bien que se enoje, que no conteste, que cuelgue, que me mande a la mierda si es preciso. Pero que no dé la cara para decirme lo que pasa es canalla, es ruin, es absurdo.

Que horrible tener que admitir que la necesito, que la quiero. La última vez que peleamos fue porque no quería que fumara delante de ella, y terminamos muertos de risa en la calle. Tal vez Julián tiene razón y sea hora de alejarnos un poco, antes que ella tenga el control completamente. Pero con marcela no es así, es diferente, yo sé que es diferente. No se trata de quien logre derrotar al otro, se trata de que nos interesa estar juntos y punto.

Acabemos con esto de una vez.

Me voy a verla.


DIARIO DE MARCELA

MIERCOLES. ABRIL 22. 3 AM

Tengo que escribir. Jaime Andrés esta abajo lanzando piedritas a mi ventana y cada piedra termina de romper el corazón, lo poco que queda.

Sabe que timbrar a esta hora sería un suicidio. No quiero verlo así. No puede saber que he estado llorando toda la tarde. Se ve tan solo. Esta desesperado por mi culpa. Yo debería estar en sus brazos en este momento pero me siento extraña, muerta, de solo verlo afuera, ausente de lo que está pasando con el maldito cretino de Julián. Si supiera que ayer me estaba esperando en la puerta de mi casa, montado en el inmaculado carro de su padre. Yo salude de lejos, él dio un salto hacia mí y me tomó del brazo. Se sintió con autoridad para reclamar por mi indiferencia, entonces tuve que mandarlo a la mierda.

Se rio. Se rio de mi, de nosotros. Se rio porque nos tiene en sus manos el hijo de puta.

Traía algo debajo del brazo. Ya no tengo lágrimas para decirte lo que era. Una fotos de los dos en ese carro azul amándonos. Yo no pude creer lo que estaba viendo pero es así, Jaime Andrés, es así, y no hay nada más que decir. Me dijo que me dejaba para que lo pensara bien, para que me calmara, porque no le gustaba verme mal. Ahora todo depende de mí. Pero no puedo bajar y decirte porque va a ser peor. Yo se que podría terminar en una tragedia. Ahora solo soy capaz del arrepentimiento. No sé como volver a verlo sin que me den ganas de morirme o de matarlo. Pero soy muy débil, tú me conoces, soy incapaz de enfrentarlo. Lo siento, lo siento tanto Jaime Andrés.

Espero que algún día sepas perdonarme.






EL PRIMER DIA


El día que Diana llamó para contármelo llevábamos tres meses. Una tristeza sin motivo se me había metido entre la ropa hasta el alma. Solo deseaba verla para hacerle el amor, salir a caminar hacia esa colina que tanto nos gustaba frecuentar en tardes como esa. Mi madre llegaba de viaje bien entrada la noche y era menester ir por ella al aeropuerto. Al día siguiente debía saber que me casaría en un mes con Diana. Si yo, el escurridizo, el inatrapable.

Uno a veces tiene especies de intuiciones que le llegan de alguna parte: el cielo, el infierno, el corazón, que se yo, pero son palabras, en ocasiones imágenes, otras sonidos, y le caen como la manzana en la cabeza de Newton para revelarle del mismo modo una verdad suprema, y como toda verdad suprema simple, sencilla, de una facilidad que en ocasiones ofende al intelecto pero que tiene la mágica facultad de revelarse cuando uno siente que la ha guardado en el baúl de las cosas ya sabidas. El efecto es impresionante cuando la verdad sale de allí y se encarga de agarrarnos de un pie y hacernos tropezar. Lo que nunca vamos a saber es porque.

Juro que lo había pensado, que quise evitarlo, que pudo más el deseo.

El ser humano es un animal de costumbres. Animal, atado a una piel y a unos instintos. De costumbres, capaz de aprender y desaprender, más lo primero que lo segundo, pero al fin y al cabo consientes de una realidad cualquiera.

Mi realidad era Diana, sus manos de uva, sus ojos de luna, sus labios de felpa. Junto a ella un caballete que soportaba lienzos en los que daba rienda suelta a mis ganas de pintar. Una biblioteca, unos discos, una fotografía autografiada con Fito Páez; eso en el inventario de los dioses y las cosas. Las profundidades eran grises y otras: una extraña obsesión por la muerte, la de los demás y la mía, pero no porque la deseara sino porque buscaba comprenderla, como buscaba comprender la intensidad y fragilidad de la vida, el sentido de estar parado encima de la tierra con los ojos abiertos a tanta iniquidad e indiferencia, a tanta soledad y tantas lágrimas. Con eso y nada más intentaba vivir.

Fue extraño, casi apoteósico, casi trágico, pero todo sucedió como en el perseguidor, cuando Cortázar trataba de hacer visible a través de Parker, ese negro genial, que el tiempo en realidad no es el tiempo, o que no es el que transcurre y se mide como se miden las distancias, aunque entre Diana y yo no las hubiera, aunque después que Diana me llamara para contármelo ese día se hubiera abierto una, larga y oscura, el túnel del metro de París llevando dentro un saxofonista que se percataba de que el tiempo que pasaba en los minutos que debía tardarse de una estación a otra y que arrullaba su cuerpo dormido no era el mismo tiempo de su sueño.

En tres meses se puede vivir el amor de una vida. En un segundo se puede también perder para siempre.

No habíamos quedado ese día porque ella no quiso. Sin explicaciones. Nunca se las pedí ni pensaba hacerlo, total teníamos el resto de la vida para ofrecernos momentos. Así que Decidí pintar. Entonces comencé la ceremonia del arte con una larga caminata que me llevó a los suburbios que se amontonan en las montañas de mi ciudad pequeña. Tome algunas fotografías de niños descalzos jugando en canchas de arena, tiendas de todo, bolsas de basura sin basura que volaban con el viento, pero nada de lo que vi fue tan inspirador como la imagen de un condón usado que yacía al borde de un barranco. La prueba desagradable de un amor furtivo.

Le hice varias tomas para capturar su textura, el rojo que pudo ser del orificio violentado, el blanco vuelto amarillo del último fluido. En ese pedacito de látex estaban dos personas que se habían amado u odiado pero que habían terminado contra o con su voluntad, unidas en el vínculo de la carne. Dos historias de vida y un símbolo. Regrese sin prisa con una leve intención que iba a volcarse en trazos.

Diana me llamó ese día para contármelo, pero no hablamos.

Cuando llegué de mi viaje a pie por la ciudad, como siempre que llegaba, descargué mis cosas, puse la chaqueta en un mueble y revisé mis mensajes. Tenía dos. El primero era mi madre, me advertía que su vuelo estaba por salir y con un poco de suerte estaría en el aeropuerto a las diez de la noche. El segundo era de Diana.

Su voz entrecortada por sollozos, Fernando, necesito hablarte, no sé cómo decirte, lloraba, te quiero, lloraba y gemía, necesito verte, un largo silencio… tengo SIDA.







EL JUEGO

“Si ya no existe conexión con los demás
Si estas igual que un barco en altamar
Tira tu cable a tierra”.
Fito Páez


Un juego debe ser siempre un juego, la ocupación condicionada de la atención, de la inteligencia, una búsqueda casi masoquista del límite de resistencia del cuerpo o del alma. El viejo recordó haber leído algún día sobre el juego en la alta cultura prehispánica de Centroamérica, la idea trascendental de que el juego activaba el poder de los dioses. Apagó el cigarrillo en el cenicero de plata y se dijo que un juego debe ser siempre un juego, nada más que eso, un simple y apasionado juego.

Apenas se dibujaban los primeros trazos de la noche en el horizonte de montañas negras. El cristal devolvía una imagen falsa de la última presencia del humo del cigarrillo y de sus lentes oscuros. No se veía en cambio el sillón de terciopelo en el que estaba sentado, ni los estantes con libros, ni la lámpara Venus de milo apagada en una esquina. Un ladrido de perros se advertía en el bosque de pinos que llevaban a una espesa oscuridad interminable del otro lado del cristal.

Se levantó con esfuerzo y, apoyándose en la cabeza de mármol del bastón, caminó despacio hacia la planta baja de la casa. Los focos estaban apagados pero había iluminación suficiente para ver donde pisaba con los restos de luz que llegaban del primer piso. El tercer escalón le pareció mas largo y el bastón se apoyó en el aire. Dos hombres aparecieron justo para evitar que su cuerpo se desvaneciera escaleras abajo. Se sacudió de ellos con rabia pero lo acompañaron igual hasta llegar a la sala donde esperaba la víctima.

Lo tenían arrodillado, atadas las manos en la espalda y los ojos vendados. A pesar de los golpes su rostro solo dejaba ver dos moretones. El fino traje de fiesta estaba hecho tiras negras y blancas sobre su cuerpo. Debía tener cuarenta años, aunque las fotos en el periódico lo mostraban mas joven. En realidad al viejo no le importaba cuantos años tenía la víctima de respirar del lado de los vivos. Una sonrisa de excitación se dibujó en sus labios cuando lo vio de cerca y reconoció la cicatriz al lado del ojo izquierdo.

- Hoffman – le dijo al oído con un hilo de voz temblorosa.

La víctima se estremeció con la poca fuerza que le quedaba. Sus gritos se quedaban a medio camino entre la lengua y la mordaza que le atravesaba el rostro. En vano trató de moverse hasta que uno de los hombres que lo escoltaba, pulcramente vestido de negro, se acercó para devolverlo a la quietud con un golpe en la espalda. Con la punta del bastón le elevó el rostro desde el mentón. Luego, como si la víctima lo estuviese viendo, hizo el gesto de besarlo de lejos.

- Hoffman querido, por fin de visita en mi casa. Sea usted siempre bienvenido.

No era costumbre que a su casa vinieran visitas. Del mismo modo que Misantrópolis era una inmensa ciudad absurda en medio de la nada, la casa era una isla ubicada en una de las tantas nadas de la ciudad. Una casa de campo con árboles frutales y bosques de pinos que a esa hora daban la impresión siniestra de paraje abandonado. El abogado se encargaba de los asuntos de cuentas y aparte de los ocho hombres que estaban en ese momento en la sala, nadie había visto en persona el rostro del viejo.

La casa estaba llena de fotografías de antepasados ilustres, sin embargo no había una sola imagen de aquel viejo indescifrable que parecía ser el dueño del mundo. Nadie, aparte de los visitantes obligados que llegaban con el sonido de los furgones en las tardes de domingo, y de los ocho hombres de confianza, nadie ingresaba jamás en la parte posterior de la casa.

Ordenó que le quitaran la venda de los ojos. Hoffman parpadeó desesperadamente. Vio unas mesas, jarrones, cerámicas, cortinas, personas de pie que no se movían, todo en una visión rápida que se repetía con cada movimiento de cabeza. Le liberaron los pies para ubicarlo en la única silla libre frente a la cual estaba sentado un hombre viejo de lentes oscuros con un bastón en la mano. El viejo sonreía. Acto seguido le quitaron la mordaza de la boca, el nudo de las manos, y el único hombre vestido para servir se acercó con una bandeja en la que traía una botella de vino y dos copas. Se la ofrecieron sin preguntar si quería beber. La recibió en silencio.

- Brindemos Hoffman. Por usted, porque estamos juntos por fin esta noche – dijo el viejo elevando la copa a la altura de los ojos.

Hoffman ya había hecho cuenta de las distancias y las cosas. No quería morir envenenado, así que esperó que el viejo probara el vino, y luego tragó de un sorbo todo lo que le habían servido. Sintió que la prudencia era su última carta.

- Si, ya se que es extraño todo esto Hoffman, pero no tema, lo malo ya pasó. Le pido perdón sinceramente por los contratiempos, las molestias, en fin, mis muchachos no saben trabajar sin la fuerza. Una cuestión de estilo que usted sabrá entender. Lo importante es que esta acá, en mi casa, y que no corresponde a usted tomar la decisión de cuánto tiempo va a habitarla– Hoffman pudo percibir como se agitaba el vino en su mano temblorosa - Es usted un hombre inteligente Hoffman, no estaría donde está si no lo fuera, además de muy bien parecido - continuó el viejo - Se que tiene una hermosa familia, una mujer que seguramente lo quiere y dos hijos con futuro. Una vida sencillamente perfecta. Pero no es eso lo que lo trae acá, créame. Es otra cosa más fundamental, más importante, es lo que lo diferencia a usted del resto de mortales: su talento. Usted es bueno. Es, digamos, un profesional competente, aunque esa no sea su verdadera vocación y haya desperdiciado su vida, una lástima, defendiendo culpables en un buffete de abogados

Hoffman sostenía la copa con la mano empuñada mientras escuchaba con atención las palabras del viejo.

– Entonces Hoffman, tranquilo, no ha venido usted a defenderme. Lo he traído acá para jugar.

Dicho esto último, el viejo hizo un movimiento de manos como intentando una invitación. Dos de sus hombres trajeron una mesa cuadrada, la interpusieron entre él y la víctima, y acomodaron encima un tablero abierto de ajedrez.

Todo el mundo sabía en misantrópolis y sus alrededores que Hoffman fue declarado el mejor jugador desde que el viejo Séneca había desaparecido en circunstancias extrañas jamás resueltas por las autoridades de la ciudad. Séneca era un hombre venerable llegado de niño en una ola migratoria desde los países del espíritu, y mientras jugó antes de desaparecer nadie pudo ganarle nunca una partida justa. La hazaña más importante la había alcanzado Hoffman, cuando en el último juego con Séneca había logrado contra todos los pronósticos quedar en tablas. Hoffman era entonces un joven de dieciséis años y su único interés estaba en aprender nuevos movimientos. Al día siguiente, Séneca desapareció inexplicablemente. Desde entonces Hoffman decidió no volver a jugar nunca más. Hasta cierto punto se había sentido culpable por su misteriosa ausencia y en las noches, cuando pensaba que el recuerdo de la desaparición se había desvanecido por completo, una pesadilla en la que Séneca era fusilado en un bosque de pinos, el sonido de un ladrido de perro, la imagen de una espesa oscuridad interminable, le arrancaba la tranquilidad entre lágrimas.

- ¿Mas vino Hoffman? - preguntó el viejo cuando la mesa estuvo lista.
- ¿puedo saber con quien voy a jugar?
- Digamos que soy un amante del ajedrez y un admirador de los jugadores competentes.
- Ha de saber que yo no juego hace muchos años…
- Lo se todo sobre usted Hoffman.

Uno de los hombres sacó un libro del estante y lo puso en las manos de la víctima. El viejo continuó:

- Tercera página. Los diarios se ocupaban no solo de sus movimientos en el tablero Hoffman. Una extraña coincidencia que Séneca desapareciera y con él se fuera también para siempre el juego de la vida del nuevo rey.

Hoffman elevó la copa y el hombre vestido para servir se la lleno al tope.

- ¿Qué va a pasar después de esto, señor…?
- No es tiempo de hacer preguntas Hoffman. Solo debo decirle que hay una sola condición para que usted termine esta partida: debe ganar. En adelante le pido que se limite a mover las piezas. No me gusta hablar mientras juego.

Las siguientes dos horas se convirtieron en arduos movimientos, largas esperas sin límites definitivos, miradas de extravío, una vena que palpitaba en la sien izquierda del viejo, tragos de vino que se servían en silencio, hombres armados parados como estatuas, preguntas sin respuesta, recuerdos intempestivos de otras partidas menos infelices, complicadas amenazas defendidas sabiamente, la esperanza guardada de volver a la vida, de que todo terminara. Al final, en extremos opuestos, observándose como enemigos sin alma, terminaron de pie el rey blanco y el rey negro. Hoffman no había sudado tanto ni había tomado tanto vino en una partida de ajedrez. Se secó directamente con la mano y respiró, resignado.

El viejo relinchó como un caballo. Con el bastón aferrado tumbó las últimas dos piezas del tablero. Se incorporó con la energía de un niño, apuntando con el bastón a los hombres que lo escoltaban. Disparó. Disparó de nuevo. Uno a uno fueron cayendo como peones en juego, pero dos de ellos se resistieron al ataque huyendo presurosamente. El viejo seguía relinchando cuando apuntó a la cabeza de Hoffman que seguía sentado donde había estado siempre sin entender nada, con las manos en las piernas y la mirada inmutable del hombre que no tiene alternativa distinta a la de asumir su destino.

- ¡De pie maldito cretino, de pie y con las manos en la espalda!-

Hoffman obedeció.

Lo condujo hacia la siguiente estancia, y la siguiente, en la que estaba la puerta de la entrada posterior de la casa. Salieron como iban, Hoffman caminando de espaldas al viejo apuntándole con el bastón en el centro de la espalda. La noche traía consigo un vago humor de pino. Una luna despiadada dejaba ver, en lejanía, la silueta femenina de las montañas.

Caminaron sobre el prado húmedo unos metros hasta llegar al jardín donde dormían los perros atados a sus camas. En ese momento el viejo le dio un golpe severo con el bastón en el cuello. Tendido en el suelo escuchaba las siguientes palabras:

- Un juego Hoffman, un juego debe ser siempre un juego. La vida misma es un juego. No somos más que piezas que se mueven sin saber porque ni para donde pero se mueven y creen, Hoffman, creen en algo más o en que no creen, y sin embargo la conciencia se mueve como una gusanito caliente dentro de ellas. Como los reyes Hoffman, ellos no deben caer jamás en el tablero, nunca caen, el reino entero se viene abajo y el rey, el maldito rey sigue de pie, aburrido de ver morir a sus vasallos. ¿Los viste? ¿Viste como cayeron mis vasallos? Como perros, como estas tu en este momento, implorando que tu dios te deje vivir la vida de mentiras en la que te sientes a gusto. ¡Juguemos Hoffman! ¡Este era el juego del que te hablaba! El verdadero juego. El otro era una sutil analogía, una mentira, como la que vives en misantróplolis, es la mentira de la que te he salvado para que vivas Hoffman, para que juegues, para que juguemos el juego definitivo de nuestras vidas. ¡Levántate gusano! ¡Leván...!

No había terminado de decir esto cuando se oyó un disparo. El viejo cayó muerto con el corazón reventado. Antes de que lo absorbiera la oscuridad de la noche, Hoffman vio dando tumbos de agonía a uno de los escoltas heridos en la sala del juego. Los perros no paraban de ladrar. El hombre no alcanzó a avanzar mucho y cayó entre espasmos a unos metros del viejo, la mano empuñando el arma.

Herido, magullados los músculos, agredida su inteligencia, con el único miedo verdadero de su vida todavía alumbrando en el estómago, Hoffman emprendió la huida hacia el bosque de pinos que daba a una espesa oscuridad interminable, recorriendo por ultima vez su pesadilla hacia el camino de otra realidad menos malsana, escapando por fin de la cárcel de su mente.

El viejo Séneca había muerto fusilado en un abandono de absoluta lucidez, de locura, o de ausencia Dios y de los hombres.

Hoffman despertó.
















CLARA SOLEDAD


La noche anterior, antes de ir a la cama, repasó las primeras páginas de un libro que nunca había leído dos veces: la metamorfosis de Kafka. Era una edición que había comprado en tercer año de universidad y que reposaba aún en el estante de su biblioteca. En épocas distintas lo habían leído Clara, su mujer, y Juliana, su hija mayor.

Antes de dejarlo en la mesa de noche, encima los lentes con las patas cruzadas, pensó que ya era hora de ponerlo en manos de Daniel, el niño de doce años que no daba tregua con el balón de fútbol los fines de semana, y que ya daba muestras de una inteligencia particular que necesitaba de los oficios de un buen tutor. “Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto”. La primera frase de la obra había brotado de su memoria al abrir los ojos aquella mañana como si fuera ese su único recuerdo.

Despierto del todo, la primera reacción no fue de contrariedad. Pensó que se había levantado de madrugada porque estaba todavía oscuro. Trató de abrir los brazos para estirar los músculos pero no estaban en su sitio. Quiso darse vuelta, recoger las piernas hasta unir las rodillas al estómago y recostarse de lado pero fue inútil, una tela rugosa lo envolvía de pies a cabeza. Cuando gritó para pedir ayuda, en lugar de su voz de cuarenta y dos años escuchó un sonido sordo, casi inaudible. Empezó a desesperar. Alguien había debido entrar en su casa y en ese momento todos estarían atados o envueltos en sábanas. Muy cerca, como encima de si mismo, percibió el aletear de un ave. Luego reconoció, como si lo tuviera metido en las orejas, el canto de un pájaro que en las mañanas se posaba sobre la última rama del roble del jardín cuya copa alcanzaba el nivel de su ventana. No se había equivocado, eran las cinco de la mañana.

Pasaron unos minutos implacables. Se preguntó como era posible que estuviera perfectamente inmovilizado. Alguna vez leyó la historia de una mujer que había sido hallada sin ropa sobre su cama con las piernas abiertas; los violadores usaron alguna sustancia para anular sus movimientos sin que perdiera la conciencia, y ella seguía en la posición que la dejaron, mirando aletargada hacia un cajón de la cómoda donde guardaba el revólver. Pero a ella tuvieron que reducirla por la fuerza para ponerle la inyección y él nunca había tenido el sueño tan pesado como para no sentir un pinchazo. El canto del ave retumbaba cada tanto en aquel ambiente cerrado y oscuro.

A pesar del encierro la temperatura de su cuerpo parecía no afectarse. Cerró los ojos, le pidió a dios que todos en el resto de la casa estuvieran bien, en especial Daniel, y empezó a sacudirse hasta donde se lo permitían sus fuerzas, con tan poca suerte que apenas alcanzaba a sentir el rose incómodo de una textura extraña.

Debían ser más de las seis, ya habría despuntado la mañana y dentro de esa especie de cárcel la penumbra no cesaba ni cesaba el miedo. De pronto sintió que algo allá afuera empezaba a ceder. Se dejó llevar por la emoción en movimientos desesperados cada vez más intensos. Vio una línea de luz que dibujaba una grieta enfrente suyo, de arriba a abajo, hasta que la crisálida que lo contenía se desintegró en un quiebre seco al mismo tiempo que se desprendió del árbol. Se vio a si mismo cayendo lentamente de la mas alta rama del roble. Golpeó contra una hoja, rebotó en otra. Por un instinto mágico de supervivencia extendió las alas y empezó a sacudirlas como hacen las mariposas recién nacidas, casi tratando de abrazar el viento. El vuelo lo elevó hasta el borde de la ventana de su habitación en el que se posó con maestría.

Vio a través del vidrio a Clara recostada en la cama. Vio también, sin saber que pensar, su espacio vacío, y el libro de kafka sobre la mesa de noche. Luego observó su propio reflejo en el vidrio. Cuando vio aquellas alas enormes, amarillas, con puntos negros que parecían ojos de distintos tamaños, las delgadas antenas estiradas, el cuerpo dividido en tres secciones, las seis patas que se movían con mas facilidad que las dos que había tenido siempre, y la boca alargada como una trompeta, se quiso desmayar pero no pudo porque las mariposas no se desmayan. Entonces se lanzó en un intento suicida ventana abajo pero su lento descenso lo obligó a mover de nuevo las alas. Sin lágrimas, sin desazones, sin una sola razón plausible, se encontró aquella mañana volando como un hermoso insecto sobre el jardín de la casa de tres plantas que aún no terminaba de pagar.

Clara no debía levantarse temprano así que cuando el despertador retumbó en la habitación, ella entre sueños le pidió a su esposo ausente que lo apagara.

- Amor, Paco, apágalo por favor, paco…

El reloj estaba en la mesa de noche del lado que ocupaba él, junto a la lámpara y el libro de kafka en el que reposaban las gafas con las patas cruzadas. Maldijo el pesado sueño de su esposo y avanzó con los ojos cerrados y la mano derecha hacia el despertador. No había nadie a su lado, entonces se dijo que debía estar en el baño del pasillo o haciendo el primer café del día, y volvió tranquila a la almohada. Escuchó que la puerta de la habitación se abría pero no le dio importancia.

- Mami oriné la cama – dijo Daniel con lágrimas en los ojos, sin acercarse. Resignada a renunciar a su sueño se puso algo para abrigarse, metió los pies en las pantuflas y llevó a Daniel a la cocina mientras llenaba la tina con agua caliente para darse un baño juntos. Se sentó frente a su hijo que jugaba con un frasco de sal, tomó un sorbo de café caliente y como si una manzana le hubiera caído en la cabeza sintió la inexplicable ausencia de su esposo. No estaba en el baño del pasillo, tampoco en la habitación de Juliana. Buscó también en el estudio, así que decidió salir al jardín, tal vez había salido temprano a recoger el periódico o a sacar la basura, ya que vivir en el barrio campestre los había alejado de los ajetreos de la civilización y los fines de semana era esa la única manera de conectarse con el mundo de los otros.

Cuando Clara salió de la casa en camisón, de brazos cruzados, sintió que la amaba como el primer día. Estaba parado en el buzón, a la espera de que se abriera una grieta para entrar a su hogar buscando protección, compañía; se preguntó cuando fue la ultima vez que sintió esas necesidades desde que empezó, hacía tantos años, a ser él quien las suplía. Su filosofía existencial se resumía en la frase “un hombre siempre debe hacer lo que debe hacer”. Por eso en casi veinte años de matrimonio había llevado hasta las últimas consecuencias la misión de reducir el carácter de su mujer a punta de gritos y órdenes. Nadie tiene la culpa de ser como es, pensaba Clara a solas, cuando los ultrajes le provocaban llanto, y terminaba diciéndose que lo más importante era tener un buen padre para sus hijos, resignada desde temprano a no llegar muy lejos en la vida y a depender de un hombre que siempre quiso verla detrás de sí, como una sombra penitente.

Una mariposa amarilla con puntos negros aleteo sobre sus rizos desordenados y ella trató de espantarla con el rollo de periódico que acababa de recoger de la grama verde del jardín sin podar. La mariposa estaba empeñada en su cabello así que lo que fue apenas un movimiento para espantarla se convirtió en una amenaza de muerte. Al fin logró propinarle un batazo perfecto y la pobre mariposa quedó tendida debajo del mueble en el que reposaban los discos de Paco.

- ¿Dónde estas? - suspiró Clara al viento de la mañana. Por el color de las nubes vaticinó una estampida de lluvia e ingresó pensativa en la casa.

El golpe lo aturdió pero no le arrebató la conciencia. Desde el fondo del mueble pudo ver a Clara cerrar la puerta y tomar el teléfono. El timbre de su celular se alcanzaba a escuchar desde el segundo piso. Clara colgó y llamó a Daniel para el baño matinal que le quitaría el sentimiento de culpa por mojar la cama. Los vio subir las escaleras y perderse hacia la segunda planta de la casa.

Moviendo las alas rodó hasta salir de la cueva del mueble en el que reposaban sus discos. Rock en ingles de los años sesenta, varios acetatos de salsa puertorriqueña y de ahí en adelante todos los géneros y todas las latitudes, porque era un melómano incurable. Tanteó desde el suelo una posibilidad de vuelo y se elevó lentamente, en un revoloteo torpe que lo llevó a golpearse contra todo, el techo, la lámpara, las porcelanas en los estantes, los cuadros, un enredo repentino en la cortina a la que se pudo aferrar sin dificultad. Todo el mobiliario de la casa había sido escogido meticulosamente por Clara pero Juliana había decidido la disposición de las cosas. Por primera vez no pensó en el dinero que había tenido que invertir en amoblar la casa sino en lo bien decorada que estaba, y se sintió distante de si mismo, observando el sofá desde el que dirigía las reuniones familiares los días de cumpleaños.

Soy una mariposa. Una estúpida e insignificante mariposa amarilla que piensa. Soy una mariposa amarilla que tiene conciencia de haber sido un padre de familia, un abogado con éxito, un escritor de ratos libres. El libro, algo debe haber sucedido con ese maldito libro de Kafka. Pero, ¡qué absurdo es este!, no encuentro otra explicación… o, es un sueño, si, debo estar dormido aún y esto es un sueño. Ya esta, bendito seas Freud. Debo ir a mi cuarto, recostarme, que digo recostarme, posarme en esta forma estupida sobre mi cama y todo se irá, todo será como antes, si, Paco, eso es todo, no te preocupes por nada, estas soñando.

Las pequeñas alitas amarillas con puntos negros se movieron con la fuerza de dos mares. Juliana, recién levantada, con los ojos todavía apagados, pasó junto a el sin verlo. La puerta de su habitación estaba abierta, la cama destendida, la punta del roble afuera, constante como un presagio. No estaba cansado pero se tendió en su almohada con la renuncia fija en la mente. Esperó. Estaba centrando su energía en la tarea de conciliar el sueño pero no pudo hacerlo, sus antenas no dejaban de palpar la superficie de la almohada y las patas no dejaban de moverse.

Estoy perdido. No volveré a ser el de antes jamás. Cuantas personas respetables, corredores de bolsa, profesores universitarios, ministros, estarán recorriendo hoy el mundo convertidos en mariposas amarillas. ¿Dónde esta mi cuerpo?, no es él el que se encuentra atrapado en esta maldita condición de insecto, no, soy yo, es… es… es… mi espíritu, mi conciencia.

Recordó un curso de historia comparada de las religiones al que asistió en la universidad detrás de las piernas de una joven maestra inglesa. Y si era en efecto posible desdoblar el alma del cuerpo, entonces ¿era posible salir de la mariposa para quedar flotando en el viento como un racimo de energía?, que estupideces se te ocurren Paco ¡tu eres un racionalista puro convertido en una cándida mariposa de mierda¡

- Deben relajar los músculos, así, eso, esta muy bien. Mister Paco Rodríguez, cierre los ojos porque nunca va a encontrar el centro si continúa mirándome. Solo escúchame, ya se lo dije, y relájese – decía la profesora inglesa con un español de miedo en la sala de desdoblamiento en la que nadie había logrado nunca desdoblarse aparte de la profesora y una alumna que recibía tratamiento psiquiátrico.

Clara apareció de repente en el cuarto, con una toalla en la cabeza y otra ceñida al cuerpo desde las rodillas hasta los senos. Evidentemente extraviada tratando de comprender la ausencia de Paco se quito la toalla de la cabeza, sacudió un poco sus rizos dorados, y acto seguido se desnudo por completo frente al espejo. Al volverse observó una mariposa moribunda estremeciéndose sobre la almohada de Paco que donde diablos estaría, de pronto con la que hablaba en susurros desde el estudio o a punto de tomar un avión hacia el infierno. (…y quiero decirte todo pero estoy acá, amor, Clara, mírame, ayúdame por favor, como decirte que ahora debes enamorarte de una pequeña mariposa, que necesito que me cuides y me des tu cariño porque estoy solo, casi muerto de miedo, amor, acá, si mi pequeña…)

Estaba tan angustiada que aquel espectáculo de pronto le pareció conmovedor, pero también hermoso, tal vez algún día haría un adorno para el baño con las alas amarillas de aquella pobre mariposa, así que la tomó de un ala y la metió en una caja de cristal en la que guardaba joyas en desuso. Arrebatada por el genio poético para la vida que nadie le conocía, se la quedó mirando fijamente y se dijo que, al fin y al cabo, Paco siempre había soñado una cosa imposible: aprender a volar, y con una sonrisa triste cerró la caja de cristal, resignada a no volver a verlo nunca mas. Daniel la esperaba en el baño jugando a formar con los ojos cerrados bolas de espuma.






















EJECUCIÓN



Porque una imagen tiene el poder de la nostalgia.

Por todas las víctimas.



Cuando pasa un trago de saliva se escuchan aislados pasos acercarse despacio hacia la celda. Son las doce en punto de la noche, hora fijada para la ejecución. El delito de violación se pagaba en la horca, pero había rumores no confirmados de una más benévola manera para acabar con su vida. Volvió a tragar saliva en un acto involuntario y sintió que se tragaba la garganta, que todo él se metía dentro de si mismo hasta donde estaba sintiendo una presión intensa en el estómago. Ganas de vomitar. Moverse con dificultad de muerto hacia la letrina y ponerse de rodillas, dejar que salieran en cascada las tripas y el miedo. Un par de lágrimas que terminaron con el ahogo momentáneo, dejaron las pupilas húmedas al borde de la ceguera. Las cosas se deformaron, la letrina, el vomito amarillento buscando atrapar restos de excremento fresco, sus manos intentando asirse a la desdibujada cama de metal oxidado. En ese momento le vino el mareo y luego el desmayo que lo dejó tendido en el piso de la celda como un pedazo de nada.

La víctima había sido una niña de doce años. La encontraron inmovilizada por el pánico en una loma cercana a su casa. Nadie la vio subir esa tarde por el camino de piedra, nadie escuchó sus gritos de auxilio. Nadie la extrañó durante las dos horas en las que estuvo ausente.

Cuando recuperó el sentido estaba atado de pies y manos. Se preguntó como habrían llevado sus noventa y cinco kilos a la sala de ejecución, y se dijo entonces, al abrir lo ojos, que nunca olvidaría la imagen irrevocable de la cuerda en la que iba a pender su último suspiro, como si luego de la muerte sirviera la memoria de algo.

La miraba como se miran los cerdos antes de ser sacrificados, directamente, sin una mínima intención de disculpa. La cuerda estaba ya marcada en el cuello de la niña, pero le pareció que era justo, de otra forma no habría logrado verla sujeta a un palo, entonces levantó la mirada y vio el camino de piedra, solo, deshabitado, cómplice irremediable, mientras despacio introducía el pene por entre los anillos intactos de su vagina y con la mano derecha aplastaba la boca diminuta de la que quería salir el terror a gritos; esa mano se mojaba de lágrimas. Los bracitos apenas podían intentar empujones que terminaban en caricias de asco, y las piernas abiertas parecían quebrarse en cada nuevo movimiento.

Antes del fin, aproximó lentamente su cuerpo y su cabeza hasta perderla de vista, hasta sentirla en el cuello. La sintió frágil, inofensiva, una simple cuerda recorriendo el cuello de un recluso culpable el día aciago de su ejecución sin generar la molestia que debía, pero el verdugo empujó de un mazazo la silla y fue entonces cuando reconoció la violencia de la muerte.

A pesar del dolor de verse asfixiado de pronto, todavía la seguía viendo, ahí, junto a su padre, aferrándose a la mano del hombre que le había dado la vida mientras moría el que se la había destruido y la miraba, retrocediendo el camino de piedra la miraba, ajustándose bien el miembro adentro de los pantalones blancos la miraba, alejándose entre la maleza le lanzaba un beso y la seguía mirando.





















TIRA LOS DADOS, DESTINO


Todo ocurrió a la medida de la tragedia: un cura sombrío, largos vestidos negros, el llanto incansable de los familiares mas cercanos; pero hubo una sola circunstancia inusual, Dayana no había derramado una lágrima. De pie, el rostro adusto hasta el límite, la mirada fija en el ataúd caoba, Dayana no permitía que la abrazasen siquiera para darle condolencias. Era evidente que no pensaba en ese momento en su padre sino en la persona que lo había asesinado, y eso se podía leer claramente en la necesidad de venganza que llevaba atada a sus grandes ojos verdes.

Según la vaga reconstrucción de los hechos había sido arrollado en el cruce de una esquina solitaria por un automotor del que no se tenía todavía noticias. El cuerpo estaba sucio de sangre, piedras y arena cuando lo encontraron, y la bicicleta replegada sobre si misma tan lejos del cuerpo que parecía de otro accidente. Solo hasta que Dayana fue a reconocerlo supieron del robo de la cadena de plata que siempre llevaba atada al cuello y cuyo valor solo podían entender ellos dos; ese había sido el regalo en su cumpleaños número cuarenta y nueve.

Luego de estudiar el caso con detenimiento se descartaron el robo y el asesinato premeditado, mas aun tratándose de un hombre pobre y sin enemigos reconocidos. La única conclusión plausible era que todo había sido un deplorable episodio accidental. En cualquier caso la cadena debía estar ahí, pero era un hecho siniestro que se la hubieran arrebatado quizá viviendo todavía. Esa idea no la dejó en paz desde que tuvo que poner a prueba sus vísceras haciéndose cargo de su madre enferma. Era dueña de una voz maravillosa que nunca se había presentado en público, y de una guitarra negra un poco maltratada, pero su luz empezó a brillar cuando se subió en el primer bus que le daba la oportunidad de hacer lo suyo, y los aplausos sumados al sonido incómodo del motor acelerándose terminaron por ensordecerla. Llevaba un morral, el estuche del instrumento, y un bolso azul con estrellas bordadas en el que recibía las contribuciones de la gente.

Trabajaba a jornada completa, haciendo una pequeña pausa al mediodía para almorzar. Al final de la tarde se iba sin falta a la vieja tienda del que había sido el mejor amigo de su padre, en el centro de la ciudad, donde era costumbre encontrar a diario el mismo teatro: un borracho roncando con la mesa llena de botellas vacías y dos o tres muchachos entretenidos en las máquinas. Se sentaba, pedía una soda, una empanada de pollo con champiñones, y se ponía a contar las ganancias que guardaba celosamente en el bolso azul con estrellas.

Ese día estaba más agotada que de costumbre, algo de dolor sentía en la espalda por la carga del morral y la guitarra. Dio una probada a la empanada y tomó un sorbo de soda. Yo estaba observándola como tantas otras veces desde el segundo piso del restaurante que funcionaba frente a la vieja tienda, asustado, nervioso, inconcebiblemente impaciente. Nunca olvidaré el instante en que su mano se introdujo en el bolso azul con estrellas, y algo se enredó entre sus dedos. Cuando ella sacó el objeto del bolso y lo reconoció, me aferré con ambas manos al mantel observando como ese suspiro profundo le arrancó la voz de un tajo, y quise llorar, y lloré, las lágrimas brotaron detrás de mis lentes oscuros, descendían por mis mejillas y terminaban perdiéndose en los caminos de mi barba como me había perdido yo mismo en los caminos de esta ciudad persiguiéndola, averiguando por ella y por su vida una vez la vi aquel maldito día del entierro y presentí mi desgracia de fugitivo, todo para tener por fin la oportunidad de verla ahí, a una calle de distancia, llenando de lagrimas silenciosas sus brazos extendidos en cuyas manos la cadena de plata era acariciada con suma devoción y tristeza; viéndola vaciar el bolso en busca de algo mas, otra evidencia, y que dolor encontrar efectivamente aquel papelito blanco doblado de no importa que banco con nombre de mujer y numero de cuenta y cincuenta millones de pesos; ver que sus lágrimas como las mías se hacían mas espesas hasta que una cierta paz en el alma me ayudó a comprender por fin que todo había terminado, que había cumplido con lo único que estaba a mi alcance para al menos intentar resarcir mi error y hacer mas llevadera su desgracia; entonces me quité los guantes, sequé mis lágrimas con un pañuelo, y me largué de allí para siempre, me largué para siempre de su dolor y de su vida.







VIAJE DE NOCHE


La venta estaba pesada. Ya se podía decir que estaba pesada porque eran más de las doce. En otra época a eso de las once la mercancía había sido evacuada casi completamente, y esta noche en sus bolsillos aún quedaban pitillos suficientes para trabar a una ciudad. Eso no sucedía en mucho tiempo. No sucedía desde que los otros habían comenzado a usurpar la zona del Marcos. Por eso Mariana estaba empezando a sentir que le sudaban las manos, un miedo que le venía de adentro del estómago cuando pensaba en lo que iba a decir el marcos si no veía billetes, o si, dios no lo quisiera, fuera esa la noche de enfrentar a los otros. El Marcos llegaría justo a las dos porque la única cualidad que se podía encontrar en ese tipo era su maldita puntualidad. Pensó que lo único bueno de todo era que a esa hora su niña debía descansar placidamente en los brazos de zulú, la mujer con la que compartía habitación y la única persona que consideraba de confianza.

La temperatura cada vez más baja, esta chaqueta que ya no abriga, que ya no le sirve sino para guardar doscientos pitillos repletos de heroína y para taparse las tetas. Encender el último cigarrillo, hacer la ronda, caminar como si tuviera un destino específico sin salir de las mismas doce cuadras (¿como si tuviera un destino?).
vino a la mente la imagen de su niña, una bebe de cinco meses producto de una violación que la había marcado profundamente, aunque era hija del Freddy que hasta ese momento había sido su novio, cosa que no se necesita no ser novio para violar a una mujer embriagada e indefensa, y como siempre desaparecen, no se les vuelve a ver nunca mas, y entonces ella, a vender drogas porque de puta jamás, a buscarse la vida para que la niña tuviera al menos un destino.

Ya no sabía para que se hacia la nueva, la distinta, la que no estaba haciendo nada malo, si la gente por ahí la conocía, a ella y al Marcos, al Marcos a ella y a todos los clientes del barrio, así como a los que venían de afuera, los gomelos del norte que bajaban en carro y la perseguían por esas doce cuadras hasta que la encontraban y le entregaban una buena parte de sus mesadas. Pero hoy ninguno, como si se los hubiera tragado la tierra. Todo por culpa de los otros que ya habían hecho de las suyas. Se comentaba que encimaban uno por cada tres, y que daban a los principiantes pruebitas gratis para que volvieran. El marcos estaba insoportable desde que se sabía de los otros, aunque solo se sabia que estaban por ahí pero eran como fantasmas, nadie los conocía ni los veía en acción, y los pocos clientes que le quedaban al marcos, y que debían atender sus jíbaros, entre ellos mariana, ni una silaba, no cantaban porque sabían lo que les venia pierna arriba. Aunque el marcos estaba averiguando por otro lado y ya los tenía de un pelo, pero mientras tanto se desquitaba con ellos, con ella y los demás, pero sobre todo con ella.

Miró el reloj, las doce y cuarenta. Puta madre, en una hora y veinte minutos era prácticamente imposible venderlo todo. Le vinieron a la memoria las palabras del marcos esa tarde, cuando los reunió para repartir el trabajo. Había dicho "acá no me vengan otra vez con cuentas largas porque ustedes saben como son vueltas, y al que no sabe pues que vaya aprendiendo. Estoy mamado de decirles que esta mierda no es un juego, y acá el que se mete no solo no sale, sino que cumple con lo que acuerda; esta es una vuelta de palabra, si o que, de palabra, así que mírenme bien la cara, mírenmela bien pa’ que se acuerden de mi cuando tengan ganas de sacar el culo... lo de los otros es puro visaje, acá mando yo y es solo cuestión de tiempo pa’ que esos hijueputas entiendan con quien se están metiendo... ¿el revolver? por si acaso, ustedes saben que a los gomelos y a los chirretes no los llevamos de puro chuzo, pero con los otros toca voltiar muchachos, toca echar plomo al piso, y no vaya a ser esta noche la noche, no vaya a ser esta noche la noche porque ahí si que nos vamos a jugar el todo por el todo... sea lo que sea aquí lo que necesitamos es como siempre billete, pasta, entonces pilosos, yo veré, a echar ojo, yo veré". Mientras hablaba hacia énfasis moviendo la punta del revólver que empuñaba con la mano derecha, y caminaba de acá para allá usando el único ojo bueno que tenia, porque el otro estaba inutilizado a causa de una catarata. Recordaba el discurso del marcos, su mirada infernal de ojo blanco y cicatrices triangulares en la frente.
Terminado el monólogo que era más una advertencia, salieron uno a uno del viejo rancho donde vivía el marcos en uno de los más calientes suburbios del sur de la ciudad. "¡mariana!", le gritó antes de que pudiera cruzar el cancel de lata. Ella retrocedió sin vacilar. "¿Qué pasa marcos?", le dijo. "A mi, nada mamita, que le pasa a usted. No ha hecho sino de linda desde hace rato, y, ¿sabe que?, ya me estoy mamando de esa mierda". Mariana recordó que tenía un revólver en el bolsillo interior de la chaqueta y se sintió fuerte, protegida. Le dijo que no era culpa de ella, que estaba haciendo lo que podía pero que el problema eran los otros, que solo era cuestión de sacarlos del juego para que todo cambiara. "Mire que yo he sido bueno con usted desde que pasó lo que pasó con el Freddy; gracias a mi usted puede mantener a la hija de ese hijueputa, así que no se me ponga muy salsa, y mas bien venda, aproveche que usted es hembra y a las hembras todo les toca mas fácil " afirmó mirándola de arriba a abajo, y agregó "además usted lo que esta es buena, si se le diera la gana usted seria la primera dama de este negocio" le había dicho despacio, lamiéndose los labios y frotándose bruscamente la entrepierna. Mariana no respondió y salio caminando aparentemente tranquila, fingiendo una seguridad que no tenía las veces que se enfrentaba a solas con él pero que le sobraba cuando estaba recorriendo las calles esperando clientes. Estaba pensando justamente que lo mejor era irse a buscar a zulú y perderse con la niña hasta que sacaran a los otros o hasta que los otros se quedaran con todo cuando apareció en la otra esquina el pipe, uno de sus viejos clientes y con él la posibilidad de vender diez tillos. Lo abordó sin pensarlo dos veces.

- no mami, hoy no estoy buscando vuelta - dijo él cuando la tuvo enfrente.

-¿como no? tres años viniendo todos los putos días y hoy preciso no esta buscando vuelta, o es que ya se nos voltió y la esta haciendo por otro lado?.
Estaba nerviosa y con rabia, tenia ganas de darle una patada en medio de las piernas por la negativa pero lo pensó mejor, era el momento de obtener información, si estaba haciendo la vuelta por otro lado le daría algunas pistas.

- mire pipe, estoy en la mala, no he vendido un tillo y usted sabe como me toca cuando la cosa va mal, y la cosa va mal por culpa de esos manes. Parce, usted me conoce, dígame quienes son, usted debe saber algo, no se, cual es el metedero, donde parchan, algo, dígame algo al menos para quedar bien con el marcos y disimular la falta de plata. - pero pipe seguía callado, en la mirada se notaba que estaba enviajado ya y que no quería hablar de nada. Mariana se apoyó con el brazo extendido en la pared para evitar que se escapara. No lloraba hace mucho, pero en ese momento le querían salir lágrimas a empujones por los ojos. Respiró profundo, miró alrededor y solo vio una charla de putas, un mendigo, dos niños sucios de calle y hambre, el desfile permanente de taxis que iban y venían, las luces encendidas iluminando las pocas gotas de lluvia que empezaban a caer. El pipe sacó una cajetilla de cigarrillos, le ofreció uno. Mariana lo aceptó sin pensarlo y luego de encenderlos ambos y fumar dos, tres veces, el pipe abrió la boca.

- Entonces no ha vendido nada
- Nada es nada parce.
- Veo... pero relájese mujer que la noche es joven y todavía...
- No parce, usted sabe que a esta hora la noche es joven pero para ustedes, los que se viven trabando, pero para los que vivimos de la traba de ustedes ya no hay todavía.
- Bueno y cual es el video, mañana será otro día, ¿no?, esperar a ver como se da la cosa mañana, eso no siempre tiene que haber vuelta y no siempre tiene que haber quien quiera hacer la vuelta, eso es de ahí.
- Parcero ¿sabe qué?, suena inteligente eso que usted esta diciendo, pero es que esto no pasaba, usted mejor que nadie sabe como era esto antes de que aparecieran esos manes, y lo peor es que el marcos...
- Y dale con el marcos, deje de tenerle miedo a ese man que solo sabe montarla de malo, y si es tan malo pues, no se, ábrasele y ya, busque otro camello mami que eso a usted no le puede quedar de pa arriba.
- Otro camello donde guevón, donde, si es que ya me llegó el agua al cuello buscando otro camello, o porque cree que estoy metida en esta mierda, ¿porque me gusta?, es porque no hay de otra parce, no hay de otra.

El pipe guardo silencio porque en medio de su viaje comprendió que aquello que salía de los labios de mariana era lo suficientemente serio. Fumó las últimas pitadas de su cigarrillo y lo tiró a la mitad de la calle. Unos meses atrás, tal vez un año, él se había convertido, a sus escasos veintitrés, en el único de su familia que había pasado una temporada larga en la cárcel por porte ilegal de drogas. Vivía en una casa modesta en un barrio cómodo del centro, y tenía una novia burguesa al norte de la ciudad que no encontró mas remedio que obedecer los buenos consejos de su familia y alejarse de él para siempre. Venía de discutir con ella por teléfono, pero aun no era conciente de que la había perdido porque su sistema nervioso central estaba demasiado estimulado como para pensar en nostalgias. Estaba tan estimulado, tan prendido de las estrellas, que el rostro de Mariana depronto le pareció bello, y no se trata de que no lo fuera, sino que nunca la había visto así, desde esa perspectiva. La observó fumando, mirando de vez en cuando el cielo negro o hacia el fondo de la calle como buscando algo en ese horizonte oscuro, tal vez una respuesta. Ella solo estaba observando que no llegara el marcos por ningún lado y la pescara hablando con un cliente de otra cosa que no fuera la vuelta. El pipe le parecía un buen tipo, era el único que no le había dado ningún problema desde que le vendía su dosis personal. Es mas, siempre le decía mami y se portaba como un caballero mientras los demás clientes no perdían ocasión para decirle cualquier obscenidad o mandarle la mano en un descuido. Él era sin duda otra clase de persona, uno de esos drogadictos buenos que simplemente se ha convertido en un perfecto hedonista y no espera de la vida otra cosa distinta a un paquete de cigarrillos, una botella de alcohol y una buena merca para pasar la noche. Era muy parecido a Freddy en ese sentido, y eso la jodía un poco; ambos llevaban una vida nocturna, trabajaban poco, tenían techo, dormida y comida seguras en su casa y una mamita sesentona cuyo amor por ellos se había transformado con el paso de tiempo en lástima, con la salvedad de que el pipe nunca le pondría las manos encima a una mujer para violarla. En cambio Mariana no había tenido madre, la suya se marchó de su vida desde el momento mismo de su nacimiento. Lo que tuvo fue la fortuna de un padre pobre y maravilloso que durante su época más feliz solo la tuvo a ella en el mundo y le había regalado los mejores recuerdos de su primera infancia, hasta que un cáncer apagó sus ganas de vivir cuando ella tenía catorce años. De ahí en adelante todo había corrido por su cuenta: el techo o la intemperie, el trabajo o el desempleo, la comida o el hambre, aunque en su caso la balanza se había inclinado mas hacia el lado del techo, el trabajo y la comida, pero nada había sido fácil, siempre la incertidumbre, siempre la muerte acechando detrás de sus días y noches como una sombra constante deambulando sobre el óleo inacabado de su existencia.

La última posibilidad era darle al marcos eso que tanto quería para evitar que la sacara del negocio con una bala en la frente. Iba a seguir su camino sin despedirse pero el pipe la tomó bruscamente del brazo. Un par de tipos jóvenes había arribado la esquina pero se detuvieron cuando el pipe hizo señas de parar un taxi. Con la mano todavía extendida, el pipe intentó un saludo sin palabras, inclinando levemente la cabeza, y ellos respondieron de igual modo. Mariana no comprendió todo aquello y trató de soltarse.

- ¿Qué le pasa pipe?, suélteme que me tengo que ir. ¿Quiénes son esos manes?
- No se vaya mami, no se vaya todavía.
- Que va, usted esta loco si piensa que me le voy a montar en ese taxi. Suélteme a ver pipe que me voy a camellar.
- Por eso, vamos que lo que le tengo es camello.
- A que tal este guevón ¿me vio cara de puta o que?- dijo Mariana enfurecida, pensando que esos tres querían algo mas que un tillo.
- Y eso es lo mejor de todo ¿sabe? que usted es una mujer seria y echada pa’ delante.
- Suelte a ver o es que quiere problemas.
- ¿Bueno y entonces, se van a subir o que?- preguntó el taxista
- Espere hermano, espere.
- Espere nada pipe, lárguese usted que esa traba suya ya no lo esta dejando pensar bien- intervino con vehemencia mariana liberando de un sacudón el brazo que pipe no había querido soltar.
- Si se sube le juro que hablamos de lo que se de los otros, porque se mas de lo usted se imagina, y estoy hablando en serio.

Mariana se dio vuelta sin perder de vista con el rabillo del ojo a los dos tipos que aun seguían observándolo todo desde la esquina. El sonido de las gotas estrellándose contra el asfalto se hacia paulatinamente mas intenso. Lo que acababa de escuchar era la carta que le hacia falta a su baraja de circunstancias. Miró de nuevo el reloj: la una y cuarenta. El marcos estaría en ese preciso momento recorriendo las calles del barrio contiguo en su busca. La merca que le había sido encomendada en la tarde reposaba intacta repartida entre sus zapatos, su ropa interior y su chaqueta. Ni un solo centavo producto de las ventas. El revólver en el bolsillo interior de la chaqueta permanecía inmóvil, caliente, cargado.

- ¿Qué es lo que usted sabe? ¿Cuál camello?, pipe me esta empezando a sacar la piedra y creo que lo mejor es que se vaya porque usted es hasta bacano.
- mami, suba y hablamos – dijo entonces Pipe con un ruego lento, casi desesperado.

Le había dicho mami muchas veces (mami un tillo, gracias mami, mami nos vemos luego) pero esta había sonado como desde otro tiempo. Era el pipe pero no dejaba de ser un hombre apuesto, blanco, cejas pobladas, buenas maneras, no tenía memoria de la última ocasión en que un hombre así la había invitado con tanta insistencia a abordar un taxi. Pensó al mismo tiempo que en la vida real no pasa lo que pasa en los cuentos así que se bajó de la nube del deseo y acercándose lo que más pudo al pipe, le apunto desde dentro de la chaqueta justo contra las costillas para que lo sintiera.

- ya me sacó la piedra - le dijo al oído, acariciándole la nuca con la otra mano, jugando tiernamente con su cabello. No quería reparar en esas cosas pero fue inevitable percibir el olor agradable de su piel - usted no se sube a ese carro y se va conmigo como si nada. Ojo con hacer cualquier estupidez porque esto no tiene porque acabar mal, pipe, ¿o si?

En ese momento Mariana había dado la espalda a los hombres que estaban en la esquina. El pipe reaccionó al abrazo amenazante de Mariana con otro abrazo. Un guiño de ojo que ella no vio fue suficiente para evitar que los hombres se acercaran.

- Mami no tenemos que ponernos serios. Usted va a saber más de lo que siquiera ha pensado que puede llegar a saber pero vengase conmigo, no tenga miedo de nada, o ¿cuando le he dado motivos para que piense mal de mí?

En el fondo eso era cierto, como era cierto ese olor delicioso, esas manos que le acariciaban la espalda mientras hablaba, era cierto también que no había motivos para creer en el ni en nadie. El hombre del taxi se cansó de esperar y arrancó no sin antes gritar "par de hijueputas" y dejar una estela sobre el asfalto mojado que otras gotas terminaron borrando. La lluvia había espantado a los niños y a las putas. Solo quedaban ellos en la acera y los dos hombres que esperaban, que no se sabía que esperaban disimulando con una charla esa misteriosa permanencia en la esquina. Ni la lluvia ni el taxista habían evitado que Mariana siguiera aferrada a su cabeza y él a su cintura, que el dedo índice en el interior de la chaqueta continuara, tembloroso, apoyado en el gatillo.
Miró el reloj en el brazo que circundaba el cuello del pipe, eran las dos.

Debido a que la lluvia se podía percibir como la música que prolongaba el canto absoluto del silencio, el disparo sonó como una ráfaga. Asustada, confundida, presa de la desesperación y el miedo, Mariana, abrazada todavía al cuerpo del pipe, vio, a pesar de la lluvia que le caía en los ojos, al marcos y a los demás jíbaros de su grupo que avanzaban corriendo con las armas dirigidas rigurosamente hacia ellos. “¡es él, es él!" Gritaba el marcos y disparó por segunda vez. Para fortuna del pipe, la imposibilidad de ver con ambos ojos le restaba puntería a los disparos del marcos, que era un tipo testarudo, así que había dado la orden de que solo él, el atila de la heroína y de las calles, era quien debía producir la primera herida en el cuerpo del jefe máximo de los otros.

El pipe la tomó de la mano antes de empezar a correr. Ella lo miraba de perfil mientras huían y poco a poco, como un guante que se calza despacio en una mano desnuda, fue comprendiendo sus palabras, su maravillosa intención de sinceridad. Comprendió también que solo le hacia falta tener una estela de poder suburbial (el indefenso hijo de familia) para terminar de captar toda su atención. Los hombres de la esquina desenfundaron dos revólveres y dispararon para cubrirlos hasta que ellos alcanzaran a cruzarla. Cayeron tres de los del marcos. Otros buscaron refugio detrás de paredes y postes de luz. El pipe extrajo del bolsillo de su pantalón un teléfono celular e hizo una llamada. Un volkswagen blanco, bastante destartalado, y un Renault nueve de color rojo llegaron a toda velocidad justo en dirección contraria hacia la que ellos corrían. Los disparos no cesaban, ni los gritos, la voz chillona del marcos se distinguía claramente a la distancia. Tres hombres armados se bajaron de la silla trasera del volswagen para que pipe y mariana subieran; del Renault nueve se bajaron siete hombres igualmente armados."¿Todo bien Pipe?" preguntó el conductor del wolkswagen que, como los otros, tenía el aspecto inconfundible de jovencito bien del centro o, hasta podía pensarse, del norte de la ciudad. En ese instante uno de los hombres que esperaban antes en la esquina, y que trabajaban para la organización como guardaespaldas del pipe, calló herido en el asfalto.
- ¡arranque chulo que acá no hay mas que hacer. ¿Qué pasó con el rafa?! - grito Pipe acariciando la mano izquierda de Mariana, la misma a la que se aferró en el momento de la escapatoria y que no había liberado.
-Si jefe, ellos traen los tres carros, vienen detrás de nosotros, en menos de cinco minutos tienen que estar acá, y pues hay bala para resistir mas tiempo.
Mariana no sabía que pensar ni que decir, pero ya nada había que pensar ni decir. Poco o nada le importaba lo que pasara con el marcos y los demás. Se sintió increíblemente tranquila, casi como debía estar en ese momento su bebita en el regazo de zulú. Mientras el volkswagen daba vuelta y se alejaba a toda velocidad hacia el norte de la ciudad, ella recostó su cabeza en el hombro del pipe, cerró los ojos y ahí estaba de nuevo, el olor apacible de esa piel blanca ingresando en su pequeña nariz de princesa nórdica, el sonido de la lluvia, la noche.







BUENOS MODALES

La cena estaba ya servida sobre el comedor de vidrio; solo faltaba él por pasar. Su madre, sentada a la mesa, permanecía abstraída detallando los trazos del maquillaje que alguien le había traído de la india, así como el peinado recién hecho en la tarde con sus amigas en la sala de belleza de la que salió determinada a pedirle a su marido que pensaran en el divorcio. Su marido, sentado junto a lo que no rebajaba de masa de grasa envuelta en capas y capas de maquillaje costoso, no había probado nada porque ese día, como nunca antes a la hora de la cena, estaba a punto de gritar, tirar los platos, salir corriendo de ahí hacia los brazos de la mujer que realmente lo amaba. El gato se estiraba levemente dormido en la alfombra de la sala.

Afuera, azul y hermoso, el auto de su padre; mas allá el ajetreo de los buses que pasaban por la avenida y después el puente, su parco movimiento hacia los lados, único camino hacia el parque donde comenzaba otro barrio, la dinámica de una vida más costosa que la suya. Ana lo esperaba fumando un cigarrillo sentada en la banca que daba la cara a la desembocadura de ese lado del puente. Era una mujer de naturaleza impaciente, misteriosa y difícil, mimada pero dispuesta a cualquier cosa para escapar de las rutinas y de las responsabilidades. Si él demoraba la partida y Ana, aferrada a una espera que parecía no moverse hacía ninguna dirección del tiempo sino hacia adentro en el túnel oscuro de la angustia, empezaba a dudar de la promesa que le había arrancado como una espina de los labios en medio del último orgasmo de tantos que le había provocado la noche anterior, sería ese su boleto hacía la soledad de la que estaba a punto de huir cuando terminó de escribir la carta en el computador y de imprimirla, dejándola con una flor amarilla sobre la cama que no pensaba volver a ver nunca mas.

Terminó de arreglarse para bajar y salir sin dar ninguna explicación. Solo hasta que trató de levantarlo, notó que el morral pesaba demasiado. Tuvo que tirarlo por la ventana y abandonarlo por unos segundos en el jardín mientras enfrentaba la última ocasión en que iba a ver a sus padres sentados juntos a la mesa.

Hubo un golpe seco, como un quebrarse de copa sobre la alfombra. No le dio importancia. Ana terminaba el cigarrillo, observaba primero la luna, redonda y en el centro del cielo como el ombligo blanco de la noche, luego el reloj en su muñeca. Se preguntaba por qué el poder inmenso del amor, el poder por el que él iba a aparecer dentro de cinco minutos buscándola para siempre, para estar con ella hasta que la muerte o el hastío o simplemente la madurez de los años le quitaran la venda de los ojos. No solo pasaron cinco, pasaron quince, treinta minutos, pasó una hora, otra caja de cigarrillos, otra hora, el desenfreno de un llanto inevitable. En casa la cena servida, el maquillaje hindú removido por la sangre que brotaba de un cráneo roto, la mano derecha del padre aún temblando y la ausencia inconcebible de la cuarta bola de metal que adornaba el centro del comedor de vidrio. El gato jugaba con ella, iba y venía dando saltitos despiadados que dibujaban manchas levemente rojas sobre la alfombra de la sala.


CABARET DE AL LADO


Esta carta no tiene remitente porque no quiero escribirle a nadie. Hoy ha sido inútil existir. Los espejos de este bar quieren jugar a extraviar mi mirada en la ficción de sus profundas realidades.

La última vez que te vi a mil metros se podía adivinar que estabas llena de alegría. Supe que habías ganado el papel ese de prostituta en el cabaret de al lado; así se llamaba la obra teatral de la que te enamoraste desde el nombre mismo cuando pasábamos por allí y vimos juntos el aviso pegado en la pared del auditorio. No me gustó que quisieras hacer de puta pero enseguida comprendí que se trataba de un reto profesional y me hice a un lado, con mi sonrisa socarrona y la ceja levantada como queriendo decirte vamos, no me importa, has lo que quieras. Sabíamos los dos que siempre hacías lo que te venía en gana, sobre todo si se trataba de tu única pasión conocida, aparte de las trufas, claro, y que te hiciera el amor después de un porro, entonces escarbaste en tu bolsa y apuntaste sin mirar la libreta fecha y hora, luego me miraste con la primera actitud del personaje que mas tarde te haría famosa en toda la ciudad, el país y el mundo entero.

Gané, gané, repetías dando saltos mientras arrugabas con la mano tu hoja de vida que ya no servía de nada, soy la protagonista del cabaret de al lado, me dijiste a grito limpio la última vez que te vi. Nunca llegaste a advertir que no estaba feliz contigo por el triunfo, que jamás me hizo gracia verte vestida de puta sobre las tablas porque estabas buena (no te hubieran dado el papel sin tus medidas) pero a la larga de nada servía oponerse a lo inevitable, a lo que nadie, ni siquiera tu, esperabas.

No debo explicar los motivos por los que no fui a la primera función del cabaret de al lado. Si, jugué con esa necesidad de que te viera triunfar, lo admito, pero no haber ido a la segunda, la tercera, la cuarta, haberme abstenido de asistir a la primera (y única) temporada del cabaret de al lado en la ciudad fue un acto de cruel cobardía aunque no lo hayas comprendido. Quise renunciar a ti para siempre, pero no pude, entonces decidí que era hora de volver a verte y recuperar el tiempo perdido. Me vestí, sabía que la función era a las ocho. No eran las ocho menos cuarto cuando llegué a la taquilla. Pensé que quizá la gente se había cansado de verte, y sonreí ante la agradable ausencia de público en la entrada.

- Un boleto para el cabaret de al lado por favor.
- ¿Perdón? hoy estamos estrenando lo que el viento se llevó, lo dice el afiche, pero pierda cuidado, esta obra es excelente y la funciones nocturnas son ahora a las nueve. Es un horario más conveniente para todos, en especial para las personas que trabajan en otras localidades. Usted trabaja en otra localidad ¿verdad?, no lo había visto por acá, o ¿estudia? Si, claro, tiene cara de estudiante. Mejor aún porque el teatro, según dice este director chiquito de maleta negra que esta allá al fondo, ¿lo ve?, yo me aprendo todo lo que el dice porque es muy inteligente y leído y …
- ¿Que pasó con la otra obra?, apenas había…
- Se fue, una perdida terrible para nosotros, pero debemos alegrarnos, el teatro local se presenta en temporada de dos meses en la capital. Entonces un boleto me dijo ¿verdad?, señor, ¡señor!, ¡ey!, ¡que la obra es buena en realidad ¡ ah, esta juventud ya no tiene modales ni se deja ayudar, estamos perdidos, cosa mala.

La radio trajo noticias tuyas, la gira por el país, las invitaciones a los festivales en países vecinos. Yo solo trataba de asistir cumplidamente a mi trabajo en la librería, trataba, digo, de manejar concientemente la parsimonia de mis movimientos regulares para no levantar sospechas. Seguí siendo el mismo: tranquilo, silencioso, pertinente. Ahora leía mas que antes, tal vez estuve con un par de chicas, la verdad no recuerdo bien, ya me conoces, sin amor no hay memoria, pero puedo decir con certeza que no pasó un solo día en que no pensara en ti, así fuera para odiarte o, mas bien, para querer odiarte queriéndote.

Habían pasado tres años cuando supe que el cabaret de al lado se iba como invitado especial a una muestra itinerante de nuevo teatro en las principales capitales de Europa. Lo anunciaron en primera página del diario nacional, con una foto tuya en colores que arrugué y boté a la basura para seguir leyendo otras noticias menos cercanas: ventas de empresas oficiales, recortes de personal, licencias y más licencias de explotación, lo de siempre. Ese día, sin embargo, decidí que me volvería a enamorar. No cambié nada mi apariencia, si me iban a querer que me quisieran como soy, pero empecé a frecuentar bares, a tomar cervezas, a buscar viejos amigos.

Estábamos sentados Miguel y yo en la mesa del fondo, auscultándonos sin hablar, a la espera de una mirada clandestina. Sobre la mesa cinco botellas vacías y una a la mitad, de la que yo bebía cada tanto sorbos largos mientras me dedicaba a escribir esta carta, atento a las luces y los espejos, la chica que no dejaba de preguntarse por el hombre que escribía, Miguel del otro lado del mundo frente a mí. De repente la figura de Julio, el amigo del que te hablé alguna vez, el que fue a estudiar literatura hispanoamericana en Barcelona, se adentro dando tumbos en el bar. Eran seguramente buenas noticias. Se sentó y puso la carpeta sobre la mesa.

-la beca es tuya - me dijo con la mirada directa de siempre.

Yo no se porque sentí que ese era el momento mas feliz de mi vida, entonces me lance a darle el abrazo que me estaba pidiendo justo cuando el repartidor de volantes se había acercado a nuestra mesa. Aplastamos el papel con el abrazo de aquel hermoso festejo fraternal. Yo me acabé la cerveza de un sorbo, no quería pensar en otra cosa, ese viaje era de algún modo la salida al silencio que se colaba en las tardes entre los estantes de la librería, a la modorra de ver las mismas caras y a la misma gente. Leí el papel después de todo.

“cabaret de al lado vuelve a la ciudad. Temporada extendida. Primera función mañana 8:00 PM. Valor. Treinta mil pesos”








PERO MORIRTE NO

POR JORGE ANDRES MONROY QUINTERO

No se si te lo había dicho pero lo que mas me impresionó cuando llegué la primera vez a esta ciudad de hormigas fue la cantidad de personas que no tenían un lugar para dormir mas que el asfalto de la calle. Son cosas que no se dicen, pensarías tu, cosas que se toman por obvias. “Para que tratar de arreglar el mundo con charlas de cafetín”, me despachó alguna vez un amigo práctico, de esos que viven al día ocupados en la difícil misión de invertir los tres pesos de mas que permitía el sueldo en algo que acrecentara su maltratada felicidad. Pero aunque hubieras dicho eso, aunque no hubieras dicho nada, yo se que no volverías a caminar por ahí como si todo allá afuera fuese una prueba de la perfección del mundo. El mundo se desintegra, se desmorona, se hunde cada vez que escala cimas más altas en la inacabable montaña del “progreso”. Y todo lo que a fuerza de ser al amparo de la soledad y la tristeza resulta simplemente obvio es la única prueba de esa intolerable catástrofe: la de la obviedad.
Tal vez porque en mi pueblo la pobreza se agazapa en la parte mas alta de las montañas y todavía se acata sin necesidad de represiones la absurda idiosincrasia según la cual solo unos pueden caminar por ciertas calles, y bueno, tu también viniste de un pueblo a esta ciudad de hormigas y viniste a lo mismo, lo que no es de ningún modo una manera de justificarme sino de decirte que cuando observaba tus ojos y te veía llegar de la biblioteca con los libros apretados en el morral buscando un poco de amistad para disipar la tensión del estudio yo veía también mis ojos y los del niño que duerme en la calle. Y yo se bien que en tus ojos ha habido lágrimas, labios, golpes, deseos, hambre, soledad y alegría, porque los ojos no son el espejo del alma sino el alma misma atrapada detrás de esos espejos en los que siempre está el reflejo de uno pero con otro rostro como en un eco interminable. El alma, Edith, esa intensión sin color que te sobrevive si mueres.
Entonces tuve que decirle a mi amigo práctico que en los cuarentas el latifundio estaba acabando con los campesinos pequeños productores de este país agrícola, que ningún gobierno, ni liberal ni conservador, logró hacer la reforma agraria, que entonces unos se volvieron malos y otros buenos, y que los buenos se fueron para las ciudades a pedir limosna engrosando lo que los urbanistas dieron en llamar los cinturones de miseria y que ese niño que veía hoy en la calle bien podía ser pariente lejano de ese que se volvió bueno, pero ya sabes como son esas charlas, termina uno con ganas de ir del café a la cerveza, de la verdad a la mentira, porque la realidad como uno mismo se transforma, y entonces lo único cierto es de donde venimos pero ve tu a saber a donde vamos.
Yo mismo no imaginé volver a esta ciudad de hormigas. Aparte de un metro rodante encontré todo igual, es decir, todo bien. Descargué mis maletas en la estación de siempre, caminé cinco cuadras por el paso de la avenida que me llevaron al lugar desde donde te escribo bajo el efecto de la medicina de todos los días y unos fortísimos tragos de agua un viernes por la noche. En este regreso de cuentos encontré antiguos románticos de izquierda convertidos como yo en actuales demócratas convencidos, con la misma esperanza de que el tiempo nos distancie cada vez mas de los elevados asuntos de la política y que el tiempo nos de tiempo para leer lo que toca. (Ojalá que los libros sean un destino para siempre)
Supe que Gabo dicta clase en la universidad, Melo se desbarata en un puesto administrativo, la gorda pega los porros mas grandes del mundo y sigue exactamente igual, porque ella empezó a envejecer muy temprano; Andrea es feliz a pesar de si misma; Sebastián se vendió por unos pesos en Texas hasta que lo vimos por fin frente al Empire State fumándose un Malboro rojo, digno y hermoso, y Miranda esta trabajando muy fuerte para superar el eterno peso de Dios en sus hombros. Pero Gonzalo estaba solo.
Esperé que llegaras en cualquier momento, antes que el apartamento se hubiera llenado de gente nueva sirviendo tragos seguidos y la música estuviese a todo volumen. La mandíbula desencajada de Gonzalo siempre me causo gracia, pero ahora desdibujaba su rostro en un cierto aire de falsa alegría, y ya me conoces, me pareció imprudente e innecesario disipar una duda que solo me estaba incomodando a mi con algo tan fácil como aclarar donde estabas. Además Gonzalo siempre me pareció un tipo hipócrita cuya única virtud era la de tener el cuello mas grueso que el de un ternero y el corazón inerte. Acepté esa relación mientras estuve con ustedes porque entendí que la necesitabas. Algún día tendría oportunidad de verte desde otra perspectiva, cuando entendieras que no tengo nada en contra de ustedes las mujeres aparte de la dolorosa costumbre de ir detrás siempre del hombre que menos las tiene en cuenta y hacer borrosa la imagen del que esta por ahí y espera con el corazón en la mano una oportunidad para quererlas; solo entonces me darías el lugar que siempre quise a tu lado.
Durante estos dos años me he reprochado muchas veces el haber mantenido en secreto esa verdad del corazón. Entender que el verdadero trabajo era buscarte y encontrarte, y no esperar simplemente a que algún día la intuición te diera para darte cuenta. Sin embargo me gustaba soñar que los ángeles habían conspirado en otra latitud del tiempo un destino para mi donde pudiera dar todo lo que tenía para entregarte y que de repente, como escribió el poeta que se cuela cada noche en lo que escribo, ese fuera el pliegue de la felicidad que estábamos buscando, Gonzalo sin tu risa de niña y su miedo eterno a no tenerte a su lado como una carpeta debajo del brazo, Gonzalo y su miedo a salir de su cuarto y el tuyo a jugar por el mundo.
Estaba sentado con el cigarrillo esperando en el cenicero y tal vez apagándose, el bang del bajo electrónico en su mayor estridencia detonando cada medio segundo un corazón que palpitaba despacio, pero estaba ahí, luego de brincar y moverme cerca de una mujer que con un hilo de voz que se perdía entre la de los otros intentaba explicarme porque García Lorca nunca pudo ingresar en las filas surrealistas desde una erudición que francamente a esa hora desentonaba con tanta belleza, esperando que la puerta se abriera de nuevo y entonces por fin fueras tu para que todo esto del regreso finalmente cobrara sentido en tus ojos mirándome.
Tomé el cigarrillo, le di una pitada y en medio de la estela de humo pude ver a Gonzalo moviendo su lengua en una boca que no era la tuya, luego vi como Melo se acercaba y le ofrecía una sonrisa de triunfo inaceptable, y después estaban todos al otro lado celebrando en actitud circense un acto que en medio de los tragos y la borrachera me hizo pensar con tristeza en lo que alguna vez fue nuestro grupo de estudio y en ti, pero sobre todo en ti, que habías por fin abandonado a Gonzalo y que merecías por eso un premio a la inteligencia. Tuve ganas de vomitar y escogí la habitación del fondo, la ventana, el parqueadero allá abajo, un par de arbustos pequeños.
Miranda vino a ver como estaba y se lo dije, le dije que estaba borracho, que detestaba vivir entre bestias, que el único paraíso era la soledad y el silencio, que era terrible haber encontrado todo igual aparte de unos postes de luz adornados con grafitis que solo buscaban invitar a explorarse en otras regiones del alma, que sentía como si Abraham Lincoln me estuviera diciendo al oído que la única manera de ser feliz era tener la mirada en las estrellas y los piecitos en la tierra, y que solo por eso valía la pena soportar una herencia de guerra y de hambre que usa en su nombre el de la libertad, pero que bueno, que había que vomitarlo todo, y de pronto acariciar la idea de irse detrás del vómito y caer, caer, caer, como cuando se estaba de pie con la mirada fija y las convicciones apretadas en el pecho caminando por la calle, pero que me había llegado el momento de caer por culpa de la maldita borrachera y era a Miranda a quien le había correspondido subirme, a ella que tantas veces había visto yo en la misma circunstancia, que necesitaba encontrarme en una labor donde me reconciliara con la sociedad como si yo fuera el responsable de tanta tristeza, donde sintiera que convergían lo mejor y lo peor de esta maldita raza humana, el bien y el mal, el ying y el yang en una sola sinfonía armónica de intensidad y de esperanza y que tal vez entonces habría encontrado el centro que buscaba Oliveira y que tanto le reprochaba a la Maga, el centro que necesitamos todos para vivir o para morir y que en esta ocasión en que regresaba a la ciudad de hormigas tenía nombre propio y se llamaba Edith.
Miranda estaba llorando en silencio, con unos ojos que me observaban desde cierta marítima distancia, la mano en la boca. Vi su cara de niña hermosa acariciada levemente por la luz de la luna que se colaba a través de la cortina. Me sucede a veces eso de sentir, como en aquel momento, que iba a suceder algo definitivo. La mariposa empezó a aletear en el estómago, el calor a subirme por las piernas, a llenarse de sudor las palmas de las manos. Alguien trató de abrir la puerta de la habitación pero Miranda logró asegurarla antes que hubiera sucedido. Fue entonces cuando retomó su lugar en el sofá, encendió un cigarrillo, y empezó a contarme la dolorosa historia de lo que te había pasado.
Ocho meses antes de mi regreso a la ciudad de hormigas estabas tramitando el traslado a una universidad en el exterior. Querías tener contacto con otra cultura, aprender a querer como a los tuyos los originarios de otras naciones, diletar en otro idioma pero esencialmente deseabas, y eso lo sabía Miranda porque te conocía mejor que todos nosotros, deseabas estar lejos de Gonzalo. Él debía enterarse de lo que habías hecho cuanto tú estuvieras acomodada en cualquier país del mundo con tu respectiva visa de estudiante.
La respuesta afirmativa te llegó un viernes, día perfecto para celebrar en silencio tu anhelado pasaporte a una nueva vida. Le contaste por teléfono a Miranda que el trabajo era mucho mejor de lo que esperabas y que por fin podrías hacerte cargo de tu madre desde allá. Me gustó el énfasis que hizo en este aspecto Miranda al contármelo porque supe después que fue un gran aliciente para tu madre luego que todo había pasado, y para nosotros una prueba mas de que en tu corazón solo habitaban primaveras. Entonces quedaste con Miranda y los demás la noche de ese viernes.
Miranda dice que no vio nada raro, nada fuera de lo normal: tu y el llegando como llega cualquier pareja un viernes por la noche a visitar viejos amigos, que incluso se les veía el amor mas que otras veces en los ademanes, en la cercanía. Una visita al baño juntas fue suficiente para dar lugar a la ceremonia del abrazo, y para que precisaras la hora del viaje: la tarde del sábado debías estar media hora antes de las tres en el aeropuerto. No querías revelar a donde ibas hasta que estuvieras allí; estabas en todo tu derecho, Miranda lo supo comprender. Pero como hasta ese momento y hasta no se sabía cuando se prolongaría en el tiempo el próximo encuentro con ella, le entregaste una carta de diez páginas porque así querías que te recordara, como una novel aprendiz del amor y de las letras con mucho de corazón y de conciencia, entonces ella te dio gracias por los datos, por la carta, por la vida que ahora sería para las dos un recuerdo común, y con grumos de rímel en las mejillas Miranda te dijo que tu padre estaría en el cielo entregándote una sonrisa de orgullo por atreverte a intentarlo.
En ese momento Miranda absorbió frenéticamente varias pitadas del cigarrillo. Hubo silencio en la habitación, desde la que se alcanzaban a escuchar los ruidos de la fiesta. Elevó los ojos a la altura de los míos y negó con un par de movimientos de cabeza antes de soltar un sollozo leve como un silbido desgarrado. Comprendí que conocía el origen de un dolor insoportable que todavía no terminaba de instalarse en mi alma. Sentí miedo.
- le dolían los hombres Andrés. Podían arrebatarle la dignidad, la intimidad, los sueños, para no hablar de bajezas menos profundas, pero le dolían los hombres de verdad. Siempre buscando afinidades y armonías, eso de lo que ya no hay rastro en el mundo - me dijo pasmada, extraviada en el ámbito lejano del recuerdo. – necesitaba tiempo, nada mas. Tenía todo lo que necesitaba en la vida, aparte de un corazón hermoso y mucho talento, pero necesitaba tiempo. Nadie se lo iba a devolver, nadie le iba a pagar por eso, entonces decidió irse donde pudiera volver a nacer y encontrar el camino, su camino, sin mentiras, porque no se miente cuando se oculta algo. Lo otro era simplemente la muerte para la que no había justificación posible. Me dolía esa ironía de querer hacer el bien y recibir tanto daño, y no me olvido de la última vez que la mire a los ojos mientras se alejaba con Gonzalo de la mano a tomar un taxi. Ella se dio vuelta, me regalo una sonrisa, yo busqué la carta en el bolsillo y observé el taxi hasta que viró en la esquina hacia el camino de la felicidad.
Miranda había llegado a leer tu carta. La leyó una, dos, tres veces. Hizo pausas donde encontraba pedazos de tu corazón desmigajado, repitió frases que le parecieron hermosas hasta quedarse dormida. Aunque solo por algunas horas porque la despertó el sonido del teléfono a las tres de la mañana. Era Gonzalo.
- Muérete Gonzalo, no voy a recibirte en mi casa, ¿Qué necesitas?
- Miranda, acaba de pasar algo terrible.
Realmente comencé a asustarme. Era un hombre muy extraño, incapaz de condolerse por nada, entonces temí lo peor. Miranda estaba haciendo demasiadas pausas en ese momento del relato, tuve ganas de sacudirla y obligarla a que me dijera todo de una vez. Necesitaba saber como estabas, necesitaba salir corriendo a buscarte así hubiera tenido que tomar un avión a esa hora de la noche hacia cualquier lugar del mundo.
- Edith intentó suicidarse, estoy con ella en el hospital. Necesito que vengas ya, que traigas algo de dinero y unas mantas. Pero vente rápido antes que yo también cometa una locura.
Sin entender nada, Miranda se vistió como pudo y salió hacia el hospital. En el taxi tuvo tiempo de devolver la llamada de Gonzalo pero el teléfono estaba apagado. Pensó en una de las bromas pesadas que tanto le gustaba jugar y que le jugaran y se tranquilizó un poco. Pero al llegar al hospital lo vio de pie en la entrada con un cigarrillo en la mano, pálido, la mirada fija en el taxi que se acercaba.
Me levanté de la cama en la que había estado postrado todo el tiempo del relato, le di un puño a la pared. Miranda me calmó diciéndome que Gonzalo no era responsable y me obligó a sentarme de nuevo hasta que terminara de contármelo todo. Sentía la cabeza como de otro cuerpo, mojada, caliente. La medicina se había quedado en el apartamento sobre mi mesa de noche.
Acababan de ingresarte a cuidados intensivos para evaluar tu estado. Había manchas de sangre que Miranda pudo percibir en las manos y la ropa de Gonzalo cuando lo tuvo cerca. Sintió náuseas. El le dijo que te había dejado en el edificio donde vives poco después de la una de la mañana, que te había acercado hasta la puerta sin ninguna novedad. Al llegar a su casa al otro lado de la ciudad, encontró el celular descargado, lo conectó. Tenía tres llamadas perdidas y un mensaje, eras tú pidiéndole que regresara, que necesitabas hablar con el. Le confesó que si no hubieras estado tan borracha no hubiese vuelto. Casi una hora después estaba de pie junto a tu cuerpo tendido en el asfalto frente a tu edificio rodeado por dos charquitos de sangre.
Me costó mucho trabajo evitar un grito que calmara la asfixia. Quise salir y matarlo delante de todos en la fiesta. Abracé a Miranda largamente como hubiera querido hacerlo contigo aquella noche. No quería pensar que jamás iba a volver a verte después de estos dos años técnicamente muertos entre nosotros. Le pregunté si había comprobado tu voz en el teléfono de Gonzalo.
-Era la vos de Edith, Andrés. Estaba muy ebria, se escuchaba triste. Hablo muy poco en realidad, solo le decía que regresara por ella, que lo estaba esperando.
No había nadie mas en el hospital, sentados uno a cada lado del pasillo, dándole vueltas a sus propias conjeturas. Tampoco había la confianza como para compartir realmente la tristeza, como no la había entre Gonzalo y ninguno de los otros, a los que le había pedido que no llamara hasta que todo estuviera bien. Media hora después apareció el medico de turno. Les dijo que estaba estable, pero que habías sufrido un trauma craneoencefálico según los resultados de la resonancia. Como no eran tus familiares los que estaban contigo en ese difícil momento, el médico quiso reservarse el resto de la información. Se supo días después Edith, que nunca volverías a levantarte de esa cama ni a hablar, que estarías en estado vegetativo hasta que el tiempo hiciera estragos en tu cuerpo sin que te dieras cuenta o tus allegados decidieran desconectarte.
No había más que decir. Salí de la habitación luego de darle un extenso abrazo a Miranda. Me recibió una nube de humo entre la que pude distinguir las luces de neón y el tumulto de la gente. Vi a Gonzalo bailando con la misma chica pero en realidad te estaba viendo a ti todo el tiempo, como en dancer in the dark cuando todo se detiene para que la protagonista encienda las luces de la imaginación, además era una de nuestras películas favoritas, Lars von trier y Almodóvar eran nuestros directores de culto y había que repetirlos una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez con el puño fruncido justo en la mandíbula que se termino de desencajar por completo contra el piso del apartamento, una y otra vez mi cabeza contra la suya o el puño, daba igual, hasta que se acabara la cancioncita que estaba sonando y la gente empezara a abalanzarse encima para separarnos, una y otra vez hasta sacudirme de todos y salir de allí con la idea fija en la mente de lograr encontrarte donde quiera que estabas.
La ciudad no es tan grande cuando la has caminado ebrio y convencido. Partí los vidrios de la casa de Gonzalo, quemé las cortinas hasta que el calor de la llama me obligó a caminar hacia otra parte. Puedo decir que perdí la noción del tiempo por tres días, solo entonces pude ir por ti al hospital a ofrecer el dinero que costaba tenerte conmigo. Dormida en esa cama debajo de una sabana blanca impecable parecía que te ibas a levantar en cualquier momento. Un enfermero me ayudo a subirte a la camilla, a la ambulancia, a descenderte frente al edificio y subirte hasta acá, el apartamento en donde vivo desde que regrese a la ciudad de hormigas, dormida desde ese momento en tu sueño eterno a mi lado, con una verdad que contarme mientras te escribo.
Me he imaginado mil veces lo que pudo haber sucedido aquella noche. No te he visto en ninguna de mis visiones parada en el balcón evaluando el momento de lanzarte. ¿Y el viaje? ¿Y tu futuro lejos de ese largo, miserable infierno que dejarías?, ¿y la carta que escribiste con el corazón en la mano mas que nunca aferrada al misterio de la vida? No Edith, sencillamente no eras tú. Te ganaron los tragos, ¿no es cierto?, la maldita borrachera te hizo hablar de más y casi te costó la vida. Los médicos pronostican mucho tiempo para ti, dicen que algún día vas a levantarte pero que ocurrirá de repente, casi como si dependiera de una voluntad eterna. Si es así esperaré que suceda para saber de tu boca que querías todo en la vida, pero morirte no.










PERO MORIRTE NO

No se si te lo había dicho pero lo que mas me impresionó cuando llegué la primera vez a esta ciudad de hormigas fue la cantidad de personas que no tenían un lugar para dormir mas que el asfalto de la calle. Son cosas que no se dicen, pensarías tu, cosas que se toman por obvias. “Para que tratar de arreglar el mundo con charlas de cafetín”, me despachó alguna vez un amigo práctico, de esos que viven al día ocupados en la difícil misión de invertir los tres pesos de mas que permitía el sueldo en algo que acrecentara su maltratada felicidad. Pero aunque hubieras dicho eso, aunque no hubieras dicho nada, yo se que no volverías a caminar por ahí como si todo allá afuera fuese una prueba de la perfección del mundo. El mundo se desintegra, se desmorona, se hunde cada vez que escala cimas más altas en la inacabable montaña del “progreso”. Y todo lo que a fuerza de ser al amparo de la soledad y la tristeza resulta simplemente obvio es la única prueba de esa intolerable catástrofe: la de la obviedad.

Tal vez porque en mi pueblo la pobreza se agazapa en la parte mas alta de las montañas y todavía se acata sin necesidad de represiones la absurda idiosincrasia según la cual solo unos pueden caminar por ciertas calles, y bueno, tu también viniste de un pueblo a esta ciudad de hormigas y viniste a lo mismo, lo que no es de ningún modo una manera de justificarme sino de decirte que cuando observaba tus ojos y te veía llegar de la biblioteca con los libros apretados en el morral buscando un poco de amistad para disipar la tensión del estudio yo veía también mis ojos y los del niño que duerme en la calle. Y yo se bien que en tus ojos ha habido lágrimas, labios, golpes, deseos, hambre, soledad y alegría, porque los ojos no son el espejo del alma sino el alma misma atrapada detrás de esos espejos en los que siempre está el reflejo de uno pero con otro rostro como en un eco interminable. El alma, Edith, esa intensión sin color que te sobrevive si mueres.

Entonces tuve que decirle a mi amigo práctico que en los cuarentas el latifundio estaba acabando con los campesinos pequeños productores de este país agrícola, que ningún gobierno, ni liberal ni conservador, logró hacer la reforma agraria, que entonces unos se volvieron malos y otros buenos, y que los buenos se fueron para las ciudades a pedir limosna engrosando lo que los urbanistas dieron en llamar los cinturones de miseria y que ese niño que veía hoy en la calle bien podía ser pariente lejano de ese que se volvió bueno, pero ya sabes como son esas charlas, termina uno con ganas de ir del café a la cerveza, de la verdad a la mentira, porque la realidad como uno mismo se transforma, y entonces lo único cierto es de donde venimos pero ve tu a saber a donde vamos.

Yo mismo no imaginé volver a esta ciudad de hormigas. Aparte de un metro rodante encontré todo igual, es decir, todo bien. Descargué mis maletas en la estación de siempre, caminé cinco cuadras por el paso de la avenida que me llevaron al lugar desde donde te escribo bajo el efecto de la medicina de todos los días y unos fortísimos tragos de agua un viernes por la noche. En este regreso de cuentos encontré antiguos románticos de izquierda convertidos como yo en actuales demócratas convencidos, con la misma esperanza de que el tiempo nos distancie cada vez mas de los elevados asuntos de la política y que el tiempo nos de tiempo para leer lo que toca. (Ojalá que los libros sean un destino para siempre)
Supe que Gabo dicta clase en la universidad, Melo se desbarata en un puesto administrativo, la gorda pega los porros mas grandes del mundo y sigue exactamente igual, porque ella empezó a envejecer muy temprano; Andrea es feliz a pesar de si misma; Sebastián se vendió por unos pesos en Texas hasta que lo vimos por fin frente al Empire State fumándose un Malboro rojo, digno y hermoso, y Miranda esta trabajando muy fuerte para superar el eterno peso de Dios en sus hombros. Pero Gonzalo estaba solo.

Esperé que llegaras en cualquier momento, antes que el apartamento se hubiera llenado de gente nueva sirviendo tragos seguidos y la música estuviese a todo volumen. La mandíbula desencajada de Gonzalo siempre me causo gracia, pero ahora desdibujaba su rostro en un cierto aire de falsa alegría, y ya me conoces, me pareció imprudente e innecesario disipar una duda que solo me estaba incomodando a mi con algo tan fácil como aclarar donde estabas. Además Gonzalo siempre me pareció un tipo hipócrita cuya única virtud era la de tener el cuello mas grueso que el de un ternero y el corazón inerte. Acepté esa relación mientras estuve con ustedes porque entendí que la necesitabas. Algún día tendría oportunidad de verte desde otra perspectiva, cuando entendieras que no tengo nada en contra de ustedes las mujeres aparte de la dolorosa costumbre de ir detrás siempre del hombre que menos las tiene en cuenta y hacer borrosa la imagen del que esta por ahí y espera con el corazón en la mano una oportunidad para quererlas; solo entonces me darías el lugar que siempre quise a tu lado.

Durante estos dos años me he reprochado muchas veces el haber mantenido en secreto esa verdad del corazón. Entender que el verdadero trabajo era buscarte y encontrarte, y no esperar simplemente a que algún día la intuición te diera para darte cuenta. Sin embargo me gustaba soñar que los ángeles habían conspirado en otra latitud del tiempo un destino para mi donde pudiera dar todo lo que tenía para entregarte y que de repente, como escribió el poeta que se cuela cada noche en lo que escribo, ese fuera el pliegue de la felicidad que estábamos buscando, Gonzalo sin tu risa de niña y su miedo eterno a no tenerte a su lado como una carpeta debajo del brazo, Gonzalo y su miedo a salir de su cuarto y el tuyo a jugar por el mundo.
Estaba sentado con el cigarrillo esperando en el cenicero y tal vez apagándose, el bang del bajo electrónico en su mayor estridencia detonando cada medio segundo un corazón que palpitaba despacio, pero estaba ahí, luego de brincar y moverme cerca de una mujer que con un hilo de voz que se perdía entre la de los otros intentaba explicarme porque García Lorca nunca pudo ingresar en las filas surrealistas desde una erudición que francamente a esa hora desentonaba con tanta belleza, esperando que la puerta se abriera de nuevo y entonces por fin fueras tu para que todo esto del regreso finalmente cobrara sentido en tus ojos mirándome.

Tomé el cigarrillo, le di una pitada y en medio de la estela de humo pude ver a Gonzalo moviendo su lengua en una boca que no era la tuya, luego vi como Melo se acercaba y le ofrecía una sonrisa de triunfo inaceptable, y después estaban todos al otro lado celebrando en actitud circense un acto que en medio de los tragos y la borrachera me hizo pensar con tristeza en lo que alguna vez fue nuestro grupo de estudio y en ti, pero sobre todo en ti, que habías por fin abandonado a Gonzalo y que merecías por eso un premio a la inteligencia. Tuve ganas de vomitar y escogí la habitación del fondo, la ventana, el parqueadero allá abajo, un par de arbustos pequeños.

Miranda vino a ver como estaba y se lo dije, le dije que estaba borracho, que detestaba vivir entre bestias, que el único paraíso era la soledad y el silencio, que era terrible haber encontrado todo igual aparte de unos postes de luz adornados con grafitis que solo buscaban invitar a explorarse en otras regiones del alma, que sentía como si Abraham Lincoln me estuviera diciendo al oído que la única manera de ser feliz era tener la mirada en las estrellas y los piecitos en la tierra, y que solo por eso valía la pena soportar una herencia de guerra y de hambre que usa en su nombre el de la libertad, pero que bueno, que había que vomitarlo todo, y de pronto acariciar la idea de irse detrás del vómito y caer, caer, caer, como cuando se estaba de pie con la mirada fija y las convicciones apretadas en el pecho caminando por la calle, pero que me había llegado el momento de caer por culpa de la maldita borrachera y era a Miranda a quien le había correspondido subirme, a ella que tantas veces había visto yo en la misma circunstancia, que necesitaba encontrarme en una labor donde me reconciliara con la sociedad como si yo fuera el responsable de tanta tristeza, donde sintiera que convergían lo mejor y lo peor de esta maldita raza humana, el bien y el mal, el ying y el yang en una sola sinfonía armónica de intensidad y de esperanza y que tal vez entonces habría encontrado el centro que buscaba Oliveira y que tanto le reprochaba a la Maga, el centro que necesitamos todos para vivir o para morir y que en esta ocasión en que regresaba a la ciudad de hormigas tenía nombre propio y se llamaba Edith.

Miranda estaba llorando en silencio, con unos ojos que me observaban desde cierta marítima distancia, la mano en la boca. Vi su cara de niña hermosa acariciada levemente por la luz de la luna que se colaba a través de la cortina. Me sucede a veces eso de sentir, como en aquel momento, que iba a suceder algo definitivo. La mariposa empezó a aletear en el estómago, el calor a subirme por las piernas, a llenarse de sudor las palmas de las manos. Alguien trató de abrir la puerta de la habitación pero Miranda logró asegurarla antes que hubiera sucedido. Fue entonces cuando retomó su lugar en el sofá, encendió un cigarrillo, y empezó a contarme la dolorosa historia de lo que te había pasado.

Ocho meses antes de mi regreso a la ciudad de hormigas estabas tramitando el traslado a una universidad en el exterior. Querías tener contacto con otra cultura, aprender a querer como a los tuyos los originarios de otras naciones, diletar en otro idioma pero esencialmente deseabas, y eso lo sabía Miranda porque te conocía mejor que todos nosotros, deseabas estar lejos de Gonzalo. Él debía enterarse de lo que habías hecho cuanto tú estuvieras acomodada en cualquier país del mundo con tu respectiva visa de estudiante.

La respuesta afirmativa te llegó un viernes, día perfecto para celebrar en silencio tu anhelado pasaporte a una nueva vida. Le contaste por teléfono a Miranda que el trabajo era mucho mejor de lo que esperabas y que por fin podrías hacerte cargo de tu madre desde allá. Me gustó el énfasis que hizo en este aspecto Miranda al contármelo porque supe después que fue un gran aliciente para tu madre luego que todo había pasado, y para nosotros una prueba mas de que en tu corazón solo habitaban primaveras. Entonces quedaste con Miranda y los demás la noche de ese viernes.

Miranda dice que no vio nada raro, nada fuera de lo normal: tu y el llegando como llega cualquier pareja un viernes por la noche a visitar viejos amigos, que incluso se les veía el amor mas que otras veces en los ademanes, en la cercanía. Una visita al baño juntas fue suficiente para dar lugar a la ceremonia del abrazo, y para que precisaras la hora del viaje: la tarde del sábado debías estar media hora antes de las tres en el aeropuerto. No querías revelar a donde ibas hasta que estuvieras allí; estabas en todo tu derecho, Miranda lo supo comprender. Pero como hasta ese momento y hasta no se sabía cuando se prolongaría en el tiempo el próximo encuentro con ella, le entregaste una carta de diez páginas porque así querías que te recordara, como una novel aprendiz del amor y de las letras con mucho de corazón y de conciencia, entonces ella te dio gracias por los datos, por la carta, por la vida que ahora sería para las dos un recuerdo común, y con grumos de rímel en las mejillas Miranda te dijo que tu padre estaría en el cielo entregándote una sonrisa de orgullo por atreverte a intentarlo.

En ese momento Miranda absorbió frenéticamente varias pitadas del cigarrillo. Hubo silencio en la habitación, desde la que se alcanzaban a escuchar los ruidos de la fiesta. Elevó los ojos a la altura de los míos y negó con un par de movimientos de cabeza antes de soltar un sollozo leve como un silbido desgarrado. Comprendí que conocía el origen de un dolor insoportable que todavía no terminaba de instalarse en mi alma. Sentí miedo.

- le dolían los hombres Andrés. Podían arrebatarle la dignidad, la intimidad, los sueños, para no hablar de bajezas menos profundas, pero le dolían los hombres de verdad. Siempre buscando afinidades y armonías, eso de lo que ya no hay rastro en el mundo - me dijo pasmada, extraviada en el ámbito lejano del recuerdo. – necesitaba tiempo, nada mas. Tenía todo lo que necesitaba en la vida, aparte de un corazón hermoso y mucho talento, pero necesitaba tiempo. Nadie se lo iba a devolver, nadie le iba a pagar por eso, entonces decidió irse donde pudiera volver a nacer y encontrar el camino, su camino, sin mentiras, porque no se miente cuando se oculta algo. Lo otro era simplemente la muerte para la que no había justificación posible. Me dolía esa ironía de querer hacer el bien y recibir tanto daño, y no me olvido de la última vez que la mire a los ojos mientras se alejaba con Gonzalo de la mano a tomar un taxi. Ella se dio vuelta, me regalo una sonrisa, yo busqué la carta en el bolsillo y observé el taxi hasta que viró en la esquina hacia el camino de la felicidad.

Miranda había llegado a leer tu carta. La leyó una, dos, tres veces. Hizo pausas donde encontraba pedazos de tu corazón desmigajado, repitió frases que le parecieron hermosas hasta quedarse dormida. Aunque solo por algunas horas porque la despertó el sonido del teléfono a las tres de la mañana. Era Gonzalo.
- Muérete Gonzalo, no voy a recibirte en mi casa, ¿Qué necesitas?
- Miranda, acaba de pasar algo terrible.

Realmente comencé a asustarme. Era un hombre muy extraño, incapaz de condolerse por nada, entonces temí lo peor. Miranda estaba haciendo demasiadas pausas en ese momento del relato, tuve ganas de sacudirla y obligarla a que me dijera todo de una vez. Necesitaba saber como estabas, necesitaba salir corriendo a buscarte así hubiera tenido que tomar un avión a esa hora de la noche hacia cualquier lugar del mundo.

- Edith intentó suicidarse, estoy con ella en el hospital. Necesito que vengas ya, que traigas algo de dinero y unas mantas. Pero vente rápido antes que yo también cometa una locura.
Sin entender nada, Miranda se vistió como pudo y salió hacia el hospital. En el taxi tuvo tiempo de devolver la llamada de Gonzalo pero el teléfono estaba apagado. Pensó en una de las bromas pesadas que tanto le gustaba jugar y que le jugaran y se tranquilizó un poco. Pero al llegar al hospital lo vio de pie en la entrada con un cigarrillo en la mano, pálido, la mirada fija en el taxi que se acercaba.
Me levanté de la cama en la que había estado postrado todo el tiempo del relato, le di un puño a la pared. Miranda me calmó diciéndome que Gonzalo no era responsable y me obligó a sentarme de nuevo hasta que terminara de contármelo todo. Sentía la cabeza como de otro cuerpo, mojada, caliente. La medicina se había quedado en el apartamento sobre mi mesa de noche.

Acababan de ingresarte a cuidados intensivos para evaluar tu estado. Había manchas de sangre que Miranda pudo percibir en las manos y la ropa de Gonzalo cuando lo tuvo cerca. Sintió náuseas. El le dijo que te había dejado en el edificio donde vives poco después de la una de la mañana, que te había acercado hasta la puerta sin ninguna novedad. Al llegar a su casa al otro lado de la ciudad, encontró el celular descargado, lo conectó. Tenía tres llamadas perdidas y un mensaje, eras tú pidiéndole que regresara, que necesitabas hablar con el. Le confesó que si no hubieras estado tan borracha no hubiese vuelto. Casi una hora después estaba de pie junto a tu cuerpo tendido en el asfalto frente a tu edificio rodeado por dos charquitos de sangre.

Me costó mucho trabajo evitar un grito que calmara la asfixia. Quise salir y matarlo delante de todos en la fiesta. Abracé a Miranda largamente como hubiera querido hacerlo contigo aquella noche. No quería pensar que jamás iba a volver a verte después de estos dos años técnicamente muertos entre nosotros. Le pregunté si había comprobado tu voz en el teléfono de Gonzalo.

-Era la vos de Edith, Andrés. Estaba muy ebria, se escuchaba triste. Hablo muy poco en realidad, solo le decía que regresara por ella, que lo estaba esperando.
No había nadie mas en el hospital, sentados uno a cada lado del pasillo, dándole vueltas a sus propias conjeturas. Tampoco había la confianza como para compartir realmente la tristeza, como no la había entre Gonzalo y ninguno de los otros, a los que le había pedido que no llamara hasta que todo estuviera bien. Media hora después apareció el medico de turno. Les dijo que estaba estable, pero que habías sufrido un trauma craneoencefálico según los resultados de la resonancia. Como no eran tus familiares los que estaban contigo en ese difícil momento, el médico quiso reservarse el resto de la información. Se supo días después Edith, que nunca volverías a levantarte de esa cama ni a hablar, que estarías en estado vegetativo hasta que el tiempo hiciera estragos en tu cuerpo sin que te dieras cuenta o tus allegados decidieran desconectarte.

No había más que decir. Salí de la habitación luego de darle un extenso abrazo a Miranda. Me recibió una nube de humo entre la que pude distinguir las luces de neón y el tumulto de la gente. Vi a Gonzalo bailando con la misma chica pero en realidad te estaba viendo a ti todo el tiempo, como en dancer in the dark cuando todo se detiene para que la protagonista encienda las luces de la imaginación, además era una de nuestras películas favoritas, Lars von trier y Almodóvar eran nuestros directores de culto y había que repetirlos una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez con el puño fruncido justo en la mandíbula que se termino de desencajar por completo contra el piso del apartamento, una y otra vez mi cabeza contra la suya o el puño, daba igual, hasta que se acabara la cancioncita que estaba sonando y la gente empezara a abalanzarse encima para separarnos, una y otra vez hasta sacudirme de todos y salir de allí con la idea fija en la mente de lograr encontrarte donde quiera que estabas.

La ciudad no es tan grande cuando la has caminado ebrio y convencido. Partí los vidrios de la casa de Gonzalo, quemé las cortinas hasta que el calor de la llama me obligó a caminar hacia otra parte. Puedo decir que perdí la noción del tiempo por tres días, solo entonces pude ir por ti al hospital a ofrecer el dinero que costaba tenerte conmigo. Dormida en esa cama debajo de una sabana blanca impecable parecía que te ibas a levantar en cualquier momento. Un enfermero me ayudo a subirte a la camilla, a la ambulancia, a descenderte frente al edificio y subirte hasta acá, el apartamento en donde vivo desde que regrese a la ciudad de hormigas, dormida desde ese momento en tu sueño eterno a mi lado, con una verdad que contarme mientras te escribo.

Me he imaginado mil veces lo que pudo haber sucedido aquella noche. No te he visto en ninguna de mis visiones parada en el balcón evaluando el momento de lanzarte. ¿Y el viaje? ¿Y tu futuro lejos de ese largo, miserable infierno que dejarías?, ¿y la carta que escribiste con el corazón en la mano mas que nunca aferrada al misterio de la vida? No Edith, sencillamente no eras tú. Te ganaron los tragos, ¿no es cierto?, la maldita borrachera te hizo hablar de más y casi te costó la vida. Los médicos pronostican mucho tiempo para ti, dicen que algún día vas a levantarte pero que ocurrirá de repente, casi como si dependiera de una voluntad eterna. Si es así esperaré que suceda para saber de tu boca que querías todo en la vida, pero morirte no.

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